Civic Humanism is one de most relevant theories in present day political philosophy.
Its main characteristics are the rejection of radical individualism, the emphasis on the social and political responsibility of citizens, and the consideration that the realisation of a mature personality is only possible through communities on pre-political and pre-economical levels.
There is a continuity from the start of Civic Humanism in Renaissance until its revival in XX Century.
Alejandro Llano defends as well that the philosophical roots of Civic Humanism can be found in the aristotelian practical philosophy, especially in the notions of good citizen, good life, common good and teleological praxis.
This blog has a friendly relationship with both, the Civic Humanism and Alejandro Llano.
Vivimos un panorama social inédito: millones de personas compartimos espacios colectivos llamados ciudades, en cuya configuración cada día nos involucramos más.
¿Hay un camino adecuado para satisfacer las auténticas necesidades de la sociedad?
En este texto, tema de su último libro (Ariel. Barcelona, 1999), Alejandro Llano analiza con agudeza la realidad actual y la vía que podría acercarnos a esa sociedad justa, ordenada y participativa que anhelamos todos.
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Alejandro Llano Cifuentes
La presente situación cultural y política viene marcada por el gran debate acerca del final de la modernidad que se inició hace unos quince años, aunque sus precedentes se remontan al período de entreguerras. La polémica ha perdido fuerza, pero no está agotada, todas las confrontaciones actuales son (en algún sentido) como corolarios de la discusión básica.
La llamada revolución de 1989, cuyo acontecimiento simbólico es la caída del muro de Berlín, se conecta a este debate. El marxismo representaba, en cierto sentido, la culminación de la modernidad ideológica y política; su derrumbamiento histórico ha afectado a su supuesta contrapartida, es decir, al liberalismo (aunque éste parezca gozar de mejor salud). El final de la guerra fría ha conducido a una especie de pax americana, caracterizada por la desorientación en las relaciones internacionales (organizadas antes en torno al eje antitético Washington-Moscú) y la proliferación de conflictos marginales, situados la mayoría en países del «tercer mundo», a excepción de los Balcanes.
El gran interés de la polémica sobre el final de la modernidad estriba en que, al hilo de ella, la situación intelectual se desbloquea, y es posible cuestionar públicamente las tesis dominantes durante dos siglos en Europa y Norteamérica. Tales teoremas son, esencialmente, los de la Ilustración o «primera modernidad»: implacable racionalización del mundo y la sociedad a través de la ciencia y la tecnología; progreso histórico indefinido; democracia liberal como solución de todo problema político y social; revolución como método fundamental para liberar pueblos e individuos.
Tomamos conciencia de la crisis de la modernidad por evidencia histórica: prácticamente ninguna de sus anticipaciones llega a cumplirse. Acontecen, sin duda, múltiples «progresos» pero la magnitud de los «efectos perversos» es tal que, en el balance del siglo XX, dudamos en calificar su saldo como humanamente positivo.
La amplitud y profundidad de esta decepción no es casual: apunta a las raíces filosóficas de tan variadas frustraciones. El núcleo mismo de la crisis ya había sido detectado por la fenomenología de Edmund Husserl, que es un antipositivismo radical y descalificación drástica de las grandes ideologías del siglo XIX. En realidad, la explicación positivista del hombre está hoy teóricamente abandonada, pero sus consecuencias culturales son aún muy fuertes.
El abandono del positivismo y el avance hacia lo que Wittgenstein llamó realismo sin empirismo (considerado por él como «lo más difícil en filosofía»), constituye un signo claro de que estamos penetrando en esa terra incognita llamada «postmodernidad».
TARDOMODERNIDAD PROGRESISTA E IRÓNICA
Es preciso distinguir entre la tardomodernidad y la auténtica postmodernidad. La segunda es la toma de conciencia de la crisis de la «primera modernidad» y propuesta de nuevos modelos intelectuales y políticos; la tardomodernidad es el intento de retrasar el final de la Ilustración (prolongándola inercialmente) o acogerse al relativismo ético y cultural, a la fragmentación y derrotismo del «pensamiento débil».
Hay, por de pronto, una tardomodernidad progresista que contempla la modernidad como proyecto inacabado. Sería la actitud de Habermas o Apel, para quienes el entreveramiento de residuos de tradición con planteamientos innovadores es lo que provoca situaciones confusas o inerciales. Se buscaría entonces una especie de «modernización salvaje», típica de movimientos postmarxistas y radicales representados por autores para quienes religión y ética de la ley natural son la principal causa de sometimiento, violencia, fanatismo o fundamentalismo.
Después está la tardomodernidad irónica y divertida. Sus resultados más característicos e interesantes se encuentran en las artes plásticas y la narrativa. Leer un rato a Borges vale por toda una larga explicación. Son relativismos caleidoscópicos y decadentes que no creen en los «grandes relatos» de la modernidad y meten toda la «tradición occidental» en el saco de lo pasado sin remedio. ¿Qué cabe entonces? Jugar: explorar las posibilidades menores de una racionalidad cansada y aburrida. Indagar matices y variaciones de las mentalidades actuales, para descubrir que son cómicamente dispares (o ridículamente semejantes, que es lo mismo) y a las cuales sólo cabe impedir que pretendan hacerse con todo el campo de juego, porque (como dice Francesco D’Agostino) la prohibición de la intransigencia es uno de los pocos imperativos de formulación negativa que se han salvado de las «aventuras de la diferencia».
Aunque los tardomodernos aconsejen no tomar nada en serio (ni siquiera lo que ellos dicen) hay que registrar que la nueva inocencia que propugnan es cómplice de la marginación, la diferencia entre ricos cada vez más ricos y pobres cada vez más pobres; la división del planeta en dos partes antitéticas, entre las que se intenta levantar un nuevo muro para que los harapientos no participen del banquete de los satisfechos. Y esto es muy serio.
MULTICULTURALISMO GLOBALIZADO
La postmodernidad o «segunda modernidad», presenta un claro carácter humanista, en el sentido de lo que llamo «humanismo cívico». Rescata a la modernidad de su versión racionalista vinculada al paradigma de la certeza, para interpretarla en la versión realista del paradigma de la verdad. El proyecto moderno pierde así su carácter unívoco. Aparece un pluralismo analógico de inspiraciones culturales, tradiciones históricas, actitudes sociales y posibilidades de orientación. Con esta pluralidad, no necesariamente relativista o fragmentada, se relacionan dos fenómenos emergentes (globalización y multiculturalismo) que constituyen los paradójicos términos clave del actual discurso público.
Por una parte, la galaxia Internet parece haber abolido espacio y tiempo. El mundo parece, por fin, una unidad cosmopolita. Por otro lado, la propia globalización comunicativa y económica entrevera variedades culturales y estilos de vida. Las vías urbanas que (en todas latitudes) exhiben uniformes letreros luminosos, registran el paso de gente de múltiples razas y lenguas. Barrios enteros de metrópolis europeas hacen creer que uno se encuentra en alguna república centroafricana. Y no es «políticamente correcto» (aunque lamentablemente suceda de continuo) minusvalorar ninguno de estos estilos de vida. Bien se cuidan de ello empresas publicitarias y productoras de cine, obligadas a diversificar protagonistas entre las diferentes coloraciones de piel, sexo, religión y edad.
Las demandas de porosidad social crecen, pero la resistencia al mestizaje es quizá más rígida que nunca. Ahí están, sin ir más lejos, los lamentables acontecimientos racistas hacia cientos de inmigrantes «ilegales», cuando, desde siempre, el primero y más notorio de los derechos humanos es la libertad de emigración: ninguna región de la tierra es patrimonio exclusivo de nadie. Y es que la aplicación de los derechos humanos a todos, realmente a todos, sería de muy alto costo. En el discurso humanitario «todavía hay clases». Crece el número de hambrientos y se refuerza, a la vez, el «pensamiento único», ultraconservador en economía y radical hasta la disolución en cuestiones éticas y culturales.
El «multiculturalismo globalizado», lejos de conducir a la sociedad que soñaron los universalistas ilustrados, se ha convertido en una coartada del relativismo ético. Ahora se puede hacer de todo, siempre que no se moleste demasiado a los demás, y sobre todo si «los demás» son, al fin y al cabo, de los nuestros. Algunos no acaban de saber cómo compaginar esa dispersión, tan postmoderna, con las arengas universalistas de los derechos humanos. Y ésta sí que es una paradoja que roza la pura y simple contradicción.
POSTMODERNIDAD HUMANISTA
Pero no todos se acoplan dócilmente a la «corriente principal». En el ámbito del pensamiento riguroso, no ideologizado ni comercializado, predomina un nuevo modo de pensar que trata de comprender lo que nos está pasando y (¡sorpresa!) está interesado en la verdad. Desde orillas insólitas se lanzan propuestas que toman en serio la riqueza multicultural y la amplitud globalizadora, sin someterse a los tópicos dominantes ni asfixiarse en la añoranza de tiempos presuntamente mejores. Si buscamos una rúbrica que cubra tan abigarradas manifestaciones de este emergente pensamiento ético y político, pienso que la más comprensiva es justamente la de «humanismo cívico».
El humanismo cívico está estrechamente conectado con la rehabilitación de la razón práctica, tanto en el campo filosófico como en las ciencias sociales. La razón práctica rehabilitada es plural y flexible, pero no relativista. Está éticamente radicada, mas no recae en el moralismo. Es un reflexionar meditativo y dialógico, sin ser un «pensamiento débil». Considera que hasta la ciencia más abstracta y formalizada surge de un contexto cultural y un entorno social con implicaciones éticas. Su valoración de las tradiciones no se contrapone a la llamada universalista para buscar la verdad, más bien propugna una libre discusión acerca de cuál de esas tradiciones (en el sentido de MacIntyre) es capaz de dar cuenta de sí misma y de tradiciones rivales. Reconoce que las diversas ambientaciones culturales no siempre son conmensurables, aunque cabe lograr una progresiva «fusión de horizontes». La idea básica del humanismo cívico es reconocer la dignidad de la persona humana, pensada de manera que se dificulte su manipulación ideológica o utilización mercantil.
PRIMACÍA DEL RIGHT SOBRE EL GOOD
El humanismo cívico es un modo de pensar emergente de cuño postmoderno. Pero el modo de pensar dominante, de matriz tardomoderna, sigue siendo la ideología del individualismo radical, que ya hace años Martin Kriele señaló como la construcción teórico-práctica dominante en los países del capitalismo avanzado. Su punto argumentativo fuerte es: parece que en una sociedad democrática como la nuestra (pluralista y con opiniones configuradas en gran medida por los medios de comunicación colectiva) no es posible promover la vigencia pública de principios morales sustantivos y permanentes. Y ello, porque los ciudadanos no están de acuerdo en ningún ideal determinado de vida buena, de manera que imponerles uno iría contra la libertad individual de pensamiento y expresión, quicio del sistema democrático.
La versión más reciente de esta ideología está recogida en formulaciones neocontractualistas y neoutilitaristas, como las de Rawls, Dworkin o Kymlicka. Al resultado de lo que proponen, Michael Sandel le ha llamado «república procedimental»: esquema de filosofía política que propugna la primacía del right sobre el good, de lo políticamente correcto sobre lo moralmente bueno; o, como dice D’Agostino, del derecho sobre la ética, en una especie de paradójica venganza contra el moralismo ilustrado y romántico.
Este esquema produce una privatización del bien. Los ciudadanos pueden individualmente acoger y cultivar ideas acerca de lo bueno y lo mejor, pero no pretender que sus preferencias se reflejen en las leyes, porque ello conduciría a desacuerdos insalvables que pondrían en peligro la paz pública. Las leyes han de ser neutrales respecto a los bienes privados y limitarse a establecer procedimientos para organizar la convivencia, promover el bienestar general y dirimir los conflictos -también ideológicos- de los ciudadanos. El aparato jurídico y el Estado mismo han de ser éticamente neutrales, con excepción de los imperativos morales que se refieren a las reglas de justicia que protegen la libertad individual y la igualdad entre personas.
Estamos, así, ante una ética de reglas, no de bienes ni virtudes. El problema que surge es cómo aplicarlas, pues, según advierte Wittgenstein, su uso no puede estar, a su vez, sometido a reglas, ya que entonces iríamos hacia un proceso al infinito.
El ideal de un mecanismo jurídico o metajurídico puramente formal, instrumentalmente neutralizado, es un constructo cuyo funcionamiento político efectivo resulta utópico: siempre esas reglas han de ser confeccionadas, respetadas y aplicadas por personas humanas, cuya coherencia existencial depende intrínsecamente de los bienes que valoran y las virtudes que forjan. Si -por hipótesis- se han marginado esos valores y virtudes de la conversación pública, no cabe recurrir a la rectitud vital de las personas para favorecer la rectitud política de las leyes y su aplicación. Sólo queda suponer que el trato asiduo con los postulados y mecanismos de un sistema constitucional acabará por sedimentar en las personas virtudes democráticas que les llevarán a respetar el orden jurídico establecido por la mayoría.
La pieza que falta en este constructo, que genéricamente podríamos llamar «liberal», es la educación. Por reiterado que sea su uso, la razón pública instrumentalmente interpretada no presenta virtualidades educativas o formativas. La educación cívica requiere, al menos, cierta dosis de visibilidad institucional que no se compadece con la índole abstracta y presuntamente universalista del orden político liberal. Éste es, por cierto, el punto fuerte de los comunitaristas en su polémica con los liberales. La educación ciudadana sólo es posible en el seno de comunidades humanas abarcables, comunidades de indagación y enseñanza donde el aprendiz se adiestra en el oficio de la ciudadanía que -como todos los oficios- tiene mucho más de craft, de artesanía, que lo que la razón ilustrada está dispuesta a reconocer. Otra cosa es cómo esta concepción podría adquirir operatividad política en una sociedad tan compleja como la nuestra. Desde luego, tendrá poca mientras la ortodoxia vigente sea marginar las comunidades interpersonales y separar ética pública y moral privada.
NEUTRALIDAD SELECTIVA Y SESGADA
La consecuencia práctica más grave de esta quiebra entre moral política y ética personal, que se percibe en occidente es, a mi juicio, que se descarga al ciudadano de su responsabilidad ética en cuestiones concernientes a la razón pública, que tienen que ver con esos ideales de la vida buena cuya dilucidación se relega al ámbito privado. Esas «grandes cuestiones» son gestionadas por los aparatos de los partidos políticos, que no suelen tener a la vista la sustantividad de los problemas que dirimen, sino su repercusión en la opinión pública y la aritmética electoral. Los gestores son burócratas y tecnócratas, presuntos expertos en asuntos colectivos, quienes lógicamente tienen también sus propias convicciones morales que, con cierta frecuencia, tratan de imponer a la gente de la calle. Así, la supuesta neutralidad suele ser selectiva y, por lo tanto, sesgada. Lo procedimental se sustantiviza y se va empobreciendo el sentido ético de muchos aspectos de la convivencia política; como manifiesta la corrupción, que hoy llena de desasosiego y perplejidad a casi todos los países.
Y es que la corrupción no es accidental cuando se separan ética pública y privada; cuando la búsqueda de la verdad queda ahogada por un pluralismo cultural más proclamado que efectivo; cuando la educación se tecnifica y se desprecian las humanidades; cuando las mismas agencias estatales recaudan y gastan cantidades multimillonarias, privando al Parlamento de su autoridad para establecer cargas fiscales y de su responsabilidad en el control de su uso. Cuando unos pocos funcionarios públicos o empresarios privados acumulan tal cantidad de poder no compensado, la malversación y el cohecho no se combaten con la sola racionalidad democrática que (por lo demás) sigue constituyendo el mejor producto ético y jurídico de nuestra cultura. El intercambio humano, sometido a dieta de toda verdad relevante, resulta seriamente dañado. Los debates públicos se manipulan o trivializan. La desconfianza (mayor enemigo de la ética, según Stuart Mill) se extiende por doquier.
Según indica Charles Taylor, si la democracia liberal no es capaz de acoger proyectos comunes acerca de la vida buena, desaparece la lealtad cívica y el patriotismo, últimos recursos a los que tiene que recurrir un Estado no despótico.
La democracia liberal de raíz moderna puede y debe acoger proyectos solidarios que se refieran al logro de la vida buena. Lo contrario equivale a coartar la libertad social de los ciudadanos y privar a la democracia de sus fundamentos antropológicos. En definitiva, urge renovar la idea de bien común, que en modo alguno ha perdido actualidad, ni puede ser sustituida por la idea de interés general, típica del individualismo utilitarista que Amartya Sen llama welfarism.
HORIZONTES INDIVIDUALES Y SOCIALES
La mayor parte de las insuficiencias éticas de posturas individualistas proceden del emotivismo moral, que parte del inmediatismo de la percepción moral: las actitudes éticas son objeto de preferencias morales irreductibles a cualquier fundamentación ontológica o antropológica y, por tanto, no universalizables. Pero, como señala Elizabeth Anscombe en su artículo Moral Modern Philosophy, en la vida moral no hay cualidades éticas innatas o puramente psíquicas. Es preciso aprender a elegir de modo éticamente correcto, y este aprendizaje sólo se realiza en la práctica. Tenemos que aprender, primeramente, a distinguir entre lo que me parece bueno y lo que realmente es bueno: entre lo que me gusta y lo que verdaderamente me perfecciona humanamente y faculta para alcanzar una mayor intensidad vital. Esto no lo podemos aprender por nuestra propia cuenta y riesgo. Siempre lo aprendemos en una comunidad, con independencia de lo que digan (o no) al respecto los comunitaristas.
Detrás del error de la espontaneidad individualista, hay (como suele pasar con los errores) algo positivo e interesante que no se está entendiendo bien: el ideal moderno de la autenticidad, vigente desde el simbolismo romántico. A diferencia de las sociedades tradicionales, en las que el propio status y valor moral venía dado por la inserción de la persona en una totalidad jerárquica, las culturas modernas descubren que la posición en la vida y la categoría ética de cada uno están íntimamente vinculadas con su propia e irrepetible identidad. Existe algo así como una «voz moral» dentro de cada uno que sugiere cómo comportarnos y cuál es nuestra misión en la sociedad. A esa voz, reveladora de nuestra identidad, hemos de ser fieles si no queremos malbaratar nuestra vida. Pero este moderno ideal de la autenticidad se trivializa y disuelve en sus versiones tardomodernas cuando no se advierte que la identidad personal sólo se descubre a la luz de horizontes valorativos y sociales que van mucho más allá de la propia individualidad.
Sólo me puedo realizar auténticamente en diálogo estable con aquéllos a los que George Herbert Mead llamó significant others (interlocutores relevantes): miembros de mi familia, alumnos, maestros, compañeros de trabajo, amigos. Sin compartir con ellos situaciones permanentes de diálogo, no alcanzaré a desvelar esos bienes comunes (como la propia amistad) imprescindibles para descubrirme a mí mismo y empezar a desplegar una vida moral, que (a su vez) quedaría truncada si no comparece de un modo u otro en lo que Hannah Arendt llamaba la esfera pública.
Por eso son necesarias las comunidades abarcables, vividas, en las que comienzo a distinguir lo que parece bueno de lo que realmente es, y voy adquiriendo capacidades de discernimiento y elección que incorporo como hábitos operativos o virtudes. En tales comunidades han de tener vigencia una serie de normas que no admitan excepción, de lo contrario es imposible la lealtad que el aprendizaje ético requiere. Por ejemplo, nunca se debe mentir, porque la mentira daña en su mismo núcleo la conversación humana al hilo de la cual acontece todo crecimiento personal. En definitiva, las prescripciones éticas fundamentales son condiciones imprescindibles para descubrir los bienes y cultivar las virtudes. Tenemos así una moral de bienes, virtudes y normas, que es ontológicamente anterior al derecho positivo y puede florecer incluso en contextos políticos propios de la «república procedimental». No hay que esperar a que el Estado nos otorgue libertades y haga virtuosos, porque las leyes no hacen moralmente buenas a las personas. Al fin y al cabo, no hay más libertades que las que uno se toma ni más virtudes que las que uno vitalmente adquiere.
Obviamente, será en términos de la propia cultura como cada ser humano formulará inicialmente estas verdades elementales que atañen a su propia naturaleza. Pero, si están certeramente orientadas, tales formulaciones trascenderán los parámetros de la cultura propia, de la cual no somos prisioneros, porque toda auténtica cultura nos hace trascenderla y entrar en diálogo con otras. Hoy más visible que nunca (también más interesante y problemático) por las tendencias multiculturales y globalizantes. La propia manera de entender el mundo se perfila sobre otras maneras, en las cuales encontramos elementos complementarios de una identidad a la que no es necesario renunciar, pero que es posible enriquecer. Si no se entienden las cosas de manera abierta y flexible, reaparecen los espectros del nacionalismo totalitario y excluyente que creíamos hace tiempo enterrados; o, por lo menos, el enredo entre el reconocimiento de la igualdad y el reconocimiento de la diferencia se hace teórica y prácticamente insuperable.
CONSENSO DEL BIEN COMÚN
El hecho de que no nos pongamos de acuerdo acerca de cuál puede ser el fin unitario y complejo -el bien común-, que da sentido humanista a las actuaciones cívicas, no significa que no lo haya. Al discutir sobre él admitimos que lo hay; falta acordar en qué consiste. Sin verdad práctica carecería de sentido la conversación social; si tiene sentido, es precisamente porque tal verdad no es fácil de alcanzar, ya que (como diría Ortega) es histórica, situada en el espacio y el tiempo. De ahí que el pluralismo político sea un valor claramente positivo y, utilizando una distinción de Spaemann, haya que aspirar a que el consenso fáctico se acerque progresivamente al consenso racional.
Tal consenso es más fácil de lograr (porque de diversas maneras se presupone) en esas comunidades más o menos idiosincrásicas a las que MacIntyre llama «comunidades locales». Pero no puedo seguir a MacIntyre cuando se niega a admitir la posibilidad del consenso en configuraciones más amplias, como puede ser la del propio Estado. En lo que sí estoy de acuerdo es en destacar la dificultad de obtener un consenso teórico con los recursos intelectuales del objetivismo moderno, tal como queda propuesto en la Ilustración. De hecho, las diversas interpretaciones neoliberales aparecen como inconmensurables entre sí. Según MacIntyre, ni siquiera nos ponemos de acuerdo acerca de la naturaleza de nuestros desacuerdos. Y esta discrepancia epistemológica de fondo no debe ser minusvalorada.
Rawls piensa, con todo, que cabe un overlapping consensus, especie de acuerdo por solapamiento o intersección de las concepciones acerca del bien. Me parece una idea realista y sumamente fecunda. La concepción que de hecho fundamenta las actuales democracias políticas es como una decantación de las ideas éticas del humanismo clásico, la religión cristiana, y la modernidad científica y técnica. Sin renunciar a nuestros desacuerdos, casi siempre encontramos márgenes de acuerdo suficientes para alcanzar un overlapping consensus. Lo cual, restablece la convicción de que los ciudadanos somos éticamente competentes, ya que sólo así podemos considerarnos libres e iguales, conviviendo en una sociedad moderadamente justa y, hasta cierto punto, ordenada. Tal campo de coincidencia podría interpretarse en los términos clásicos de la ley natural, pero en ese mismo punto comenzarían de nuevo nuestras discrepancias.
El ejercicio teórico y práctico de la dialéctica entre comunitarismo y liberalismo, debería acercarnos a una solución de compromiso, a una especie de edición renovada del ideal clásico del regimen mixtum. Por una parte, es utópico y peligroso aspirar a una «comunitarización» del Estado. Utópico, porque la actual complejidad y globalización de los aparatos políticos y económicos no permite troquelarlos en comunidades primarias. Peligroso, porque esa pretensión nos llevaría a fórmulas de democracia orgánica, en el mejor de los casos; en el peor, al Estado ético y corporativo de los fascismos.
La era de las revoluciones está ya felizmente pasada; pero (esperemos) no la del humanismo cívico, de la presencia inspiradora de la ética en la dinámica política, hecha posible por el dinamismo de un mundo vital emergente, que el pensar postmoderno ha vuelto a poner en primer término. La primera y obvia receta para dar espacio al humanismo cívico es disminuir el tamaño del Estado. La razón: la burocratización de la sociedad. Pero tal receta precipita en un slogan superficial si se entiende en términos del neocapitalismo conservador. No se trata de disminuir el tamaño del sector político, aumentando la cuota de intervención del sector económico; ello podría llevar, por ejemplo, a las «privatizaciones» como recurso para hacer más competitivas las actuales empresas públicas: algo así como entrar en la pugna mercantil disparando con pólvora del rey.
LA VIDA INSTITUCIONAL
La resolución de la dialéctica público-privado a favor de lo privado, no agota la cuestión que la tensión entre modernidad y postmodernidad plantea en el terreno político y económico. La clave de la reconfiguración postmoderna de la sociedad está precisamente en el nuevo descubrimiento de esa fuente de sentido, olvidada, que es la vida institucional de la familia, la fábrica, la escuela, la parroquia o la universidad. El mundo del ethos o cultura es fundamento y fuente energética de todos los constructos económico-políticos. Postmodernidad sociológica significa, precisamente, el impulso para buscar solución en los ámbitos pre-económicos y pre-políticos.
Pero ¿acaso los hay? ¿queda algo que no esté teñido por el afán de poder, el interés económico, la manipulación persuasiva de los medios de comunicación? La respuesta, en esta nueva galaxia cultural es decididamente afirmativa. Ya Durkheim decía que los presupuestos del pacto no pueden ser pactados. Por sofisticada y corrupta que se presente la densa capa tecnoestructural, siempre es necesario recurrir a las relaciones básicas de solidaridad, a las configuraciones informales, a las tendencias benevolentes, a la confianza mutua, a esos hábitos del ser sin cuya presuposición la entera maquinaria macrosocial entraría en colapso.
Sólo el buen sentido, la solidaridad y la virtud moral de la gente de la calle permite que ese gran mecanismo siga funcionando. Lo que está sucediendo es una especie de «rebelión de los mundos vitales». La gente común y corriente empieza a darse cuenta que el propio sentido de la democracia política y la economía de mercado remite a un mayor protagonismo de reciprocidad civil, en la que surgen continuamente iniciativas sociales. Prueba de ello es la incesante ascensión del voluntariado, la demostrada eficacia de las onG, la alta valoración de la familia entre generaciones jóvenes, el renacimiento de movimientos de espiritualidad religiosa, y la imprevista sensatez política de los buenos vasallos frente al aparente delirio de algunos de sus señores.
La manipulación de los mass media encuentra un límite y contraste en lo que oye y dice la gente que no tiene la fea costumbre de mentir. Contra la presión capilar de la colonización de los mundos vitales, emergen las subjetividades sociales. Por desfavorables que les sean las ordenaciones jurídicas, florecen las fundaciones y empresas sin ánimo de lucro. En algunos países avanzados, este tercer sector, ni político ni económico, presenta una fuerza notable que repercute en la configuración de los propios sectores económicos y políticos.
Posiblemente nadie está en condiciones de aquilatar la importancia o trascendencia de este paso de la «primera modernidad» a la «segunda modernidad», es decir, del tránsito hacia una nueva etapa histórica a la que llamamos de momento postmodernidad. Pero si algún sentido tiene la consabida expresión «sociedad del conocimiento», me parece que va en esta línea. Volvemos a estar en condiciones de entender que las sociedades humanas tienen la verdad y el bien como telos [finalidad], porque en ellas se indaga críticamente cómo alcanzar una vida lograda. Se ha producido una mutación cognoscitiva en virtud de la cual las comunidades vitales rompen las barreras espaciales y entran en una dinámica donde el tiempo es el parámetro decisivo.
Ya no estamos en el territorio del kratos, de la fuerza económica o poder político vinculados al dominio del espacio. Emerge nuevamente en la esfera pública el ámbito del ethos, de la sabia comprensión del tiempo vital. En la postmodernidad vuelve a ser imposible discutir de ética y política sin recurrir a algo así como una verdad de la vida humana; lo que hemos empezado a llamar nuevamente humanismo.
Muchas gracias por el artículo.
Publicado por: ALVARO MENENDEZ BARTOLOME | 17 febrero 2012 en 05:43 p.m.