Al proponerme escribir en este blog acerca de los asuntos relacionados con la ficción y la no-ficción como formas de comunicación pública, y en concreto acerca de la búsqueda de la verdad como objetivo de la comunicación (tanto en la expresión artística, cinematográfica o literaria, etc., como a través del periodismo, la propaganda o la publicidad), he contado con que hay mucho y muy bueno ya escrito a este respecto. No solo en el contexto directo de la comunicación, sino sobre todo en el de su fundamentación filosófica.
Mal suele ir una ciencia o un saber cuando, consciente o inconscientemente, no sabe de qué filosofía depende. En este caso, el campo filosófico más cercano a la comunicación es el de la filosofía práctica. Un amplio territorio asociado a las acciones humanas libres, y habitualmente orientado hacia asuntos de índole política y ética. Entiendo que el amplio panorama de la comunicación pública se inserta con gran naturalidad en este mismo contexto, añadiendo a la política y la ética, los asuntos de índole poética, retórica y estética. Y de este contexto filosófico práctico vendrán textos ajenos que iluminen o tomen en consideración cuestiones de comunicación.
El valor de la cita y reenvío a un texto ajeno tiene desde luego que ver con el reconocimiento y la deuda contraída con quien ha dicho quizá mejor, pero siempre antes, lo que uno mismo se disponía a expresar.
En este sentido se puede entender la mención del trabajo de mi colega y amigo Jaime Nubiola en torno a la búsqueda académica de la verdad, desde la perspectiva de un pluralismo no relativista:
(...) "Quiero defender el pluralismo epistemológico, esto es, el que los problemas y las cosas tienen facetas, distintas caras, y que hay maneras diversas de pensar acerca de ellos, y quiero al mismo tiempo rechazar el escepticismo relativista y el pragmatismo vulgar que frecuentemente suele asociarse a esta posición. Pretendo persuadir a los lectores de que el rechazo del fundacionalismo cientista o del fundamentalismo ético no lleva necesariamente a un relativismo escéptico, sino que, de la mano de la tradición pragmatista y de la mejor tradición aristotélica, es posible ensayar una vía intermedia que defiende un falibilismo sin escepticismo y un pluralismo cooperativo.
"Un pragmatismo pluralista sostiene -con Hilary Putnam- que no hay algo así como una versión privilegiada del hombre y del mundo que es la que la Ciencia nos ofrece, sino que las ciencias son actividades humanas cooperativas y comunicativas mediante las que los seres humanos progresamos realmente, aunque no sin titubeos ni errores, en nuestra comprensión del mundo y de nosotros mismos. Tal como veo yo las cosas, el pluralismo no relativista que defiendo no sólo es uno de los mejores resultados de la investigación científica contemporánea para progresar en la comprensión de la verdad, sino que además es el requisito indispensable para una organización social realmente democrática."(...) ["La búsqueda de la verdad": ver aquí el texto completo]
En este sentido también, desde luego, se pueden entender los párrafos que siguen a continuación, extractados de una conferencia. Son de mi amigo y colega Alejandro Llano, y vienen a propósito de la actual trivialización de la verdad y del necesario coraje ético para anteponer el valor de la verdad ante las sugerentes conveniencias pragmáticas que nos rodean. [Al final hay un link para descargar el texto completo.]
Alejandro Llano * (...) En la sociedad de la información y el conocimiento el valor por antonomasia debería ser la verdad. Y por eso lo más notorio de una configuración social en la que el saber constituye su misma médula estriba en que la cuestión de la verdad se ha trivializado. Lo más grave no es que se mienta con demasiada frecuencia, sino que en cierto modo se vive de la mentira. Se da por supuesto que lo que se dice y se mantiene como cierto no es precisamente lo verdadero, sino lo plausible, lo conveniente, lo admitido, lo correcto… La pretensión de encaminar toda la vida hacia la verdad se considera utópica e, incluso, perjudicial. Porque mantenerla conduciría a posturas arrogantes, totalitarias e incluso fundamentalistas. La verdad resulta peligrosa: es preciso sustituirla por variantes más ligeras y menos comprometidas. Si la entraña de la democracia es el diálogo, entonces –así piensan no pocos– es preciso ser moderadamente relativistas, porque tal parece el único modo de mantener una postura sin pretensiones absolutas, que evite ofender a quien sostiene otra contraria a la mía. Como dice Claudio Magris, toda opción categórica lleva consigo la conciencia del agravio a quien ha preferido otra distinta o enfrentada a aquélla. La relativización de todos los valores se presenta como la única posibilidad de superar ese mal radical que implican las concepciones morales absolutas, la única forma de abandonar la conciencia de culpa que acompaña a toda actuación seria, para alcanzar una nueva inocencia. Según mantiene Gianni Vattimo, el más conocido representante del pensamiento débil, se trata de proceder a la reducción final de todo valor de uso a valor de cambio. Liberados los valores de su radicación en una instancia última, todos se hacen equivalentes e intercambiables: cada valor se convierte en cualquier otro, todo se reduce a valor de cambio y queda cancelado todo valor de uso, toda peculiaridad inconfundible o insustituible. Economicismo y relativismo se dan la mano. Cualquier realidad se puede convertir en cualquier otra, y adquiere de este modo la naturaleza del dinero que puede ser permutado indiferentemente por cualquier cosa. La apoteosis del mecanismo del cambio, extendido a la vida entera, celebra la desposesión de la persona, a la que se arrebata radicalmente su dignidad. Todo intento de restablecimiento social del valor absoluto de la persona humana será considerado, entonces, como una agresión injustificable y resultará, por lo tanto, ignorado, o, si esto no es posible, duramente combatido por los medios de información, por el Estado, por el mercado y por la entera cultura dominante. Hoy resulta intempestivo –arriesgado incluso– apelar a una fundamentación metafísica y antropológica para salir al paso de un relativismo moral que se presenta como esa nueva inocencia, situada más allá del bien y del mal. Estamos acostumbrados a aceptar la visión oficial del relativismo como algo ingenuo y hasta divertido, que contrasta con los ceños fruncidos del fanatismo y la intolerancia, condensados precisamente en el rótulo fundamentalismo. La levedad del permisivismo convierte a la ética en estética, o incluso en dietética, porque los únicos mandamientos incondicionales son actualmente los del disfrute dionosíaco y los de la higiene puritana. Como dice de nuevo Magris, los nuevos personajes, «emancipados con respecto a toda exigencia de valor y significado, son igualmente magnánimos en su indiferencia soberana, en su condición de objetos consumibles; son libres e imbéciles, sin exigencias ni malestar, grandiosamente exentos de resentimientos y prejuicios. La equivalencia y permutabilidad de los valores determinan una imbecilidad generalizada, el vaciamiento de todos los gestos y acontecimientos». Sólo que, al convertir incluso a las personas en objetos consumibles, el relativismo consumista adquiere una deriva cruel. Porque habría que caer en la cuenta de que lo que el permisivismo permite es justamente el dominio de los fuertes sobre los débiles, de los sanos sobre los enfermos, de los ricos sobre los pobres, de los integrados sobre los marginales. El relativismo ético absolutiza los parámetros culturales dominantes. Lleva, así, a un acomodo a las fuerzas en presencia, que acaba por anestesiar la capacidad de indignación moral, el coraje ético necesario para proclamar que la verdad es la perfección de la persona humana, que sólo puede mantenerse desde una renovación de la comprensión del ser del hombre. Sin el campo de juego que abre el amor a la verdad, la libertad humana se ve ahogada por el temor y el sentimentalismo, por el sofocante encapsulamiento afectivo del subjetivismo, o por la violencia que se desprende del pragmatismo. (...) |
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