José Miguel Ibáñez Langlois, Académico de Chile, filósofo, teólogo, poeta y escritor, y desde luego admirado amigo, ha publicado el poderoso artículo (El Mercurio.com - Domingo 4 de abril de 2004) que sigue a continuación: ¿Qué sentido tiene esta excéntrica película? ¿Por qué tanta sangre en ella? ¿Por qué tanta polémica? Las siguientes líneas intentan responder desde una doble perspectiva: artística y teológica, formal y religiosa. Una primera señal del poder de esta película es la dificultad de pensar en otra cosa tras haberla visto. Creo compartir este síntoma con muchos otros espectadores, y me lo explico por dos causas inseparables entre sí: la intensidad de su experiencia ético-religiosa y su calidad formal como creación artística. En ambos sentidos, me parece que sus precedentes fílmicos - Stevens, Pasolini, Zeffirelli- han sido largamente superados por Mel Gibson. Sorprende de entrada su riguroso apego a los textos bíblicos, aún más ceñido - si cabe la comparación literaria- que las "Vidas de Cristo" de un Papini o un Mauriac. La libertad un tanto anárquica del artista moderno no se aviene fácilmente con pies forzados de este tipo; pero Gibson ha convertido en arte y creación precisamente la fidelidad literal al libreto evangélico. No obstante, nadie debe pretender que está "viendo los Evangelios" en la pantalla: se trata de dos lenguajes; además, el laconismo verbal de los textos sagrados es tal, que deja amplio espacio a su mise en scène cinematográfica, es decir, a la fantasía creadora del director. |
Para cubrir con más precisión histórica ese espacio, Gibson recurrió a una muy abundante documentación escrita. Se diría que él y su equipo llegaron hasta la erudición: histórica, lingüística, étnica, espiritual, artística... Se reconoce en la cinta el influjo de los mejores tratados y "Vidas de Jesús", desde el exigente tecnicismo histórico de un Ricciotti, pasando por la exégesis espiritual de un Fillion, hasta llegar a los vuelos visionarios de una Ana Catalina Emmerich. Pero la sólida base bíblica y documental de esta cinta no obsta para que su última instancia sea la imaginación creadora de Gibson, su propia conciencia artística y religiosa. Y esto no sólo porque debió prolongar los episodios evangélicos con otros de su propia cosecha, sino también porque debió plasmar para todos ellos un lenguaje cinematográfico muy específico. Como cristiano y como artista, debió correr con colores propios. Y vaya si corrió; tuvo el coraje de hacerlo; se arriesgó. Pasaje tras pasaje asumió el peligro de fracasar. Todos podemos pensar -yo también pensé- que esta escena y aquella otra no fueron así; pero, ¿qué sentido tienen esos reparos? Él estaba en su derecho; el autor es él. Suyo es el riesgo, suya la valentía, suyo el mérito. En último término, Gibson tenía que fracasar, porque Jesús de Nazaret es irrepresentable como personaje. Él, su humanidad henchida del misterio divino, su aura, sus gestos y miradas, no son para ser actuados por hombre alguno de este mundo. Pero, curiosamente, ese empeño loco del cineasta por conseguir lo imposible resulta conmovedor. Conmueven, sí, tantos pasajes emocionantes, pero más aún lo hace la desesperada utopía de agarrarse al cuello de Cristo en su interminable vía crucis. En forma complementaria no contradictoria resulta no menos admirable el poder de la imagen sensorial, la fuerza del lenguaje cinematográfico, capaz de entregarnos al menos una razonable aproximación del Evangelio vivo en la pantalla. Sé que hablo como cristiano. Esta película no es igual sin cierto conocimiento previo del texto bíblico y de la historia sagrada; faltando ese marco de referencia, pueden perderse dimensiones completas del filme, comenzando por el sentido redentor del sufrimiento como expresión del amor sumo: su verdadera clave. Gran parte de la polémica actual depende de este factor de contextualización. Juzgar Pasión de Cristo como obra de arte al margen de lo religioso es cosa bien difícil, si no imposible, y yo no pretendo tal neutralidad. Sin embargo, quiero hacer notar que las dos decisiones formales más audaces de Gibson resultaron exitosas: el no emplear estrellas en el reparto, y el dialogar la película en arameo y latín. Ambas decisiones son convergentes, y confieren a la cinta un realismo finamente tosco, valga la paradoja. Las lenguas muertas le dan el tono de una liturgia misteriosa, como de historia arcaica y solemne, de representación sacra. Por otra parte, arameo y latín obligan a una perfección expresiva de las solas imágenes, que tal vez no existiría con el apoyo verbal del inglés, castellano, etc. El tratamiento de la luz es magistral. De hecho, casi la mitad de la película fue filmada de noche o en interiores oscuros, para sugerir un arduo camino de la luz entre las tinieblas, como si las escenas transcurrieran en el claroscuro de una catedral o en medio de una niebla vaporosa. El padrinazgo barroco de los cuadros del Caravaggio se divisa paso a paso en esos contrapuntos luminosos y en esas sfumature. Por cierto que esta opción plástica del barroco italiano no excluye otras - conscientes o no- de naturalismo, neoexpresionismo, hiperrealismo y, a ratos, casi de surrealismo. La acción presente de la Pasión se alterna con breves flashbacks de la vida pasada de Jesús, que nos entregan un logrado contraste de claridad y paz en medio del dolor y la sangre. Estos flashbacks, de haber sido más numerosos y extensos, habrían cumplido otras múltiples funciones expresivas, a saber: aportar un mayor elemento de variedad, sin la cual el tono dominante de crudeza se tornó a ratos monótono; y enriquecer la clave contextual de la Pasión: el dolor como ofrenda salvadora y como puro amor redentor. Tales funciones se cumplieron sólo a medias, y aquí reside, a mi parecer, el punto más débil de esta ambiciosa película. Dos de esos flashbacks, creados por Gibson en el margen del texto bíblico, y protagonizados por la Virgen María durante la infancia y juventud nazarena de Jesús, son auténticos hallazgos de emoción y de inventiva: la madre que corre hacia el niño que cae (en forma paralela al vía crucis), y la broma filial que le gasta Jesús en el taller de Nazaret: una nota casi melodramática y otra casi cómica que irrumpen estupendamente en medio de la tragedia. ¿Por qué tanta sangre? El centro de la polémica sobre esta cinta es la violencia, la crueldad, la crudeza, la abundancia de sangre que domina la pantalla. ¿Prevalencia agobiante de la tortura sobre el amor, del violentismo hollywoodense sobre la sensatez (religiosa o laica)? También y sobre todo aquí es decisiva la posesión o ausencia de un contexto bíblico por parte del espectador. Más aun, es su propia fe personal en Cristo o su indiferencia hacia él lo que determina la comprensión o el repudio de la mucha sangre. No hace falta la psicología de la Gestalt para dar con esta evidencia: cristianos y no cristianos tienden a ver dos películas distintas en la misma pantalla. Por cierto que, aun considerando este factor, se oyen juicios militantes extremos, que califican el filme como "mera pedagogía para creyentes convencidos" (es harto más que eso) o como "una obra de arte universal e incondicionada" (es harto menos que eso). Tanta sangre en la película, sí. Pero más sangre hubo en la Pasión, y más derrota y escarnio, y mucho más tiniebla y abandono de Dios. Afirmar que Mel Gibson "añadió" dolor al dolor, no se compadece con las fuentes documentales. Y endosarle sadomasoquismo es ya superar los límites de un debate ilustrado. Si el misterio último e indecible y amorosísimo de la Pasión - el "Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?"- no se comienza a sugerir siquiera a partir del orden físico, el más próximo a nuestra sensibilidad, ¿qué nos queda? Ése fue el lenguaje de la Pasión, ése es el lenguaje de nuestra representación de los misterios dolorosos. El tratamiento shock de Mel Gibson, excesivo o no, consigue un efecto que pocas veces se ha dado en la literatura y en la plástica, por no mencionar el cine. Yo lo expresaría así: la Pasión de Cristo... ¡fue! ¡Ocurrió! No es una leyenda piadosa con personajes estereotipados, como tantas veces tiende a semejar incluso en la conciencia cristiana. Ocurrió de veras en un rincón de esta tierra nuestra y en una fecha precisa, en un escenario más o menos semejante al de la película, con personajes que hablaban aproximadamente así en arameo o en latín, y que se vestían de manera similar. Golpes más, golpes menos - con seguridad más- , así padeció Jesús por la salvación del mundo. No me refiero a la reconstitución de época, cuya excelencia por cierto ayuda. Me refiero a ese efecto devastador de realidad que, con evidencia física, golpea nuestras conciencias. ¡Ecce homo!, "Padeció (¡de veras!) bajo el poder de Poncio Pilato". Lo diré con expresiones bíblicas: esta pálida representación de la Pasión de Cristo vuelve a ser entre nosotros (pálidamente) "un signo de contradicción, a fin de que se descubran los pensamientos de muchos corazones" (Lc. 2, 35). Al cristiano le hace sentir el "gran precio" que pagó Cristo por nuestro rescate (Cor. 1, 6, 20), y para todo nuestro mundo hedonista es como una bofetada en el rostro. Hoy, lo mismo que entonces, Cristo crucificado es "locura" para unos y "escándalo" para otros, según la palabra siempre actual de San Pablo (Cor. 1, 1, 23). Han sido comentaristas evangélicos - al menos en Chile- quienes más se han acercado a un aspecto esencial de este asunto: en términos de lenguaje (artístico y religioso a la vez), Gibson intentó - y sin duda consiguió- huir de tanta representación melosa y estilizada, dulzona e irreal de la Pasión a lo largo de siglos. La imaginería convencional, pero también el arte sacro, sin duda por respeto a un público de edades y sensibilidades diversas, han adornado al Cristo sufriente con unas llagas de mentirilla, lo han dejado caer en límpidas posiciones de ballet -y no atrozmente clavado- sobre la cruz, le han pintado un rostro todavía hermoso y no desfigurado: todo muy suave y muy llevadero, muy tranquilizador, pero muy irreal. Escribe León Bloy: "Desde el escaparate de las vitrinas de la devoción, el Salvador del mundo se retuerce en cruces delicadas, con una desnudez hortensia pálido o lila cremoso, desollado en las rodillas y en los hombros con idénticas llagas vinosas ejecutadas en serie". Por lo menos Mel Gibson ha mostrado más sentido de la realidad y... de la devoción. Es también nuestra Gabriela Mistral quien, haciéndose eco de tantos hagiógrafos, escribe aquellos versos que sirven para expresar bien el designio creador de esta película: "¡Cristo, el de las carnes en gajos abiertas, / Cristo, el de las venas vaciadas en ríos: / estas pobres gentes del siglo están muertas/ de una laxitud, de un miedo, de un frío! / A la cabecera de sus lechos eres, / si te tienen, forma demasiado cruenta, / sin esas blanduras que aman las mujeres, / y con esas marcas de vida violenta. / (...) / Y en la crispadura tuya del madero, / en tu sudar sangre, tu último temblor / y el resplandor cárdeno del Calvario entero, / les parece que hay exageración..." "La Pasión de Cristo" ayuda a una aproximación más recia al misterio de la Encarnación, cuando muestra con implacable contrapunto al estropajo humano que ante Caifás afirma ser el Mesías y el Hijo del Dios altísimo, con la terrible fórmula Yo Soy. Es el harapo sangrante que ante Poncio Pilato reivindica, con la voz de la verdad eterna, un reino que no es de este mundo. Ese residuo humano sanguinolento, al que esta película no ha ahorrado llagas, es el objeto adorable de la fe, la esperanza y el amor cristianos a lo largo de los siglos. Más allá de todas las reservas que esta película despierte, por ese solo audaz realismo debemos gratitud a su director todos aquellos para los cuales Jesús de Nazareth significa algo inconmensurable en nuestras vidas. |
la pelicula tiene fallos enormes, como la ausencia total del idioma griego, que era el idioma franco en la mitad oriental del Imperio Romano, y medio habitual entre extranjeros y romanos. por otra parte, buena parte de los soldados romanos en la zona eran germanos y sirios, por lo que dificilmente hablarian entre ellos el latín, con el que sí debían hablar a sus mandos.
Toda la escena de la crucifixión es anatómicamente erronea, y cualquiera que se haya informado minimamente de como eran las crucifixiones lo sabe.
Por otra parte, la documentacion escrita deja que desear, dado que una fuente importante y pseudo històrica en la que basa Gibson su película es de la visionária Anna Cathalina Emmerich y su obra "La amarga Pasión de Nuestro Señor Jesucristo", escrita bajo los efectos de no se sabe que, en el siglo XVIII. Y eso sin contar con la visión maniquea que destila todo el film.
El fanatismo no es bueno.
Publicado por: Jose Miguel | 30 marzo 2009 en 12:23 a.m.
Estimado lector José Miguel: en efecto, el fanatismo no es bueno, ni siquiera para quien parece confundir una película con un manual de historia adptado a los leves gustos circunstanciales de un -supongo- amante novel de pintar retratos de dráculas y semejantes.
Publicado por: JJG Noblejas | 30 marzo 2009 en 04:19 p.m.