|
Comentaba hace algunos días el reciente atentado terrorista con uno de mis estudiantes. ¿Se ha fijado usted –me preguntó- en la gente, en la cara de la gente? Y no estábamos en Madrid. Cuando salí de nuevo a la calle comprobé la exactitud de sus observaciones: expresiones tensas, introvertidas, temerosas. La televisión les había acercado unas imágenes ante las que sólo procedía musitar las palabras con las que sintetiza Joseph Conrad el patetismo narrado en El corazón de las tinieblas: “¡El horror! ¡El horror!”. Por efecto de la repetición y del acostumbramiento, el horror se está convirtiendo en cosa de ordinaria administración. La violencia se trivializa. Siempre que no nos afecte tan de cerca, la consideramos como un dato ambiental junto a otros. Aunque vaya dejando en nuestro ánimo su inevitable poso de angustia latente. No se trata, sin más, de que el riesgo sea un modo de vida; porque la incertidumbre de la muerte acompaña al hombre desde que nace, como se ha dicho desde Séneca hasta Heidegger. Se trata de la violencia que el hombre ejerce sobre el hombre. Violencia la ha habido siempre, se dirá. Pero es más cierto que la glorificación de la agresión arbitraria contra personas anónimas, ejercida de manera sistemática por grupos organizados, es un fenómeno que caracteriza al siglo XX, y que irrumpe todavía más notoriamente en los inicios de la nueva centuria. Que yo sepa, la historia de la humanidad no registra un fenómeno como el del terrorismo actual en ningún momento de su decurso. Algo muy grave nos pasa. Y lo peor es que no lo comprendemos. Encontramos en Hannah Arendt un diagnóstico certero de esta violencia que se ha convertido en algo trivial. La exaltación de la destrucción y la muerte sin metas aparentes, mantiene la pensadora judía, sólo es posible cuando la contemplación ya no es la actividad humana más alta. La violencia viene a ser como la culminación del activismo, la consagración de una actitud pragmática que, a fuerza de olvidarse de los fies, diviniza los medios y los dota de toda la energía aniquiladora posible. El aislamiento que el individualismo lleva consigo cancela el diálogo como cauce de comunicación y considera las manifestaciones de fuerza bruta como un mensaje que hasta los más estragados por los mass media podrán entender, aunque les quite las palabras de la boca. De ahí la índole esencialmente mediática del terrorismo. Pero la violencia explosiva no es la única que caracteriza a la sociedad desestructurada. Los accidentes de tráfico, la epidemia de la depresión y el estrés, las enfermedades vasculares provocadas por la comida basura, el consumo de drogas, la violencia doméstica, la inseguridad ciudadana… son otros tantos rasgos de un modo de vida en el que se ha perdido el sosiego, la capacidad de contemplación, el culto a la amistad, el sentido de lo sagrado y la estabilidad familiar. La clave de la cuestión está en descubrir cómo hacer posible, incluso hoy, la existencia meditativa. [Written by Alejandro Llano] |
Comentarios