Para acreditarse ante las autoridades alemanas y participar oficialmente en la Jornada Mundial de la Juventud hay que tener menos de 30 años. Quizá por eso y por las decisiones de última hora de quienes tienen menos de 30 años y llegan sin acreditarse, los periódicos hablan de números muy distintos de participantes. Quizá algo tiene que ver en esto las propias líneas editoriales de esos periódicos, y la atención dedicada al evento. Mientras el Corriere della Sera habla de "Un milione di giovani aspetta Benedetto XVI", el País hace referencia a "cerca de medio millón de muchachos participarán con el Pontífice en las Jornadas de la Juventud", mientras que la FAZ habla de "von 400.000 bis 800.000 Menschen".
Dicen que Benedicto XVI se encuentra más a gusto tratando a la gente en "distancias cortas", estando con pocos. No dudo, en cualquier caso, que se encontrará también a sus anchas ante las muchedumbres, porque "sabe mirar y ver de cerca" a cada uno y cada una de las personas a las que se dirige, sean pocas, muchas o muchísimas, como en esta ocasión. Me viene a la memoria Hannah Arendt al pensar que -como ella- el Papa, por temperamento e inclinación personal, tiende a esquivar las apariciones públicas. Y también vienen aquellos versos cortos de W.H. Auden: "Private faces in public places / Are wiser and nicer / Than public faces in private places". ¡Espléndido regalo el de la timidez de Benedicto XVI!
En cualquier caso, este es desde luego un encuentro con la juventud de todo el mundo, a la que Benedicto XVI llama "la fuerza de paz en el mundo", pero es un encuentro mundial que esta vez tiene lugar en el centro de Europa. Y da la impresión de que va a haber muchos intelectuales y políticos que van a escuchar atentamente (aunque sea de tapadillo) lo que este Papa diga acerca de las raíces cristianas de Europa. Porque este es, precisamente en Europa, un asunto que está aún abierto, dada la tambaleante estabilidad que la ciudadanía está dando a los proyectos elaborados por funcionarios y políticos de la Unión Europea.
No es cuestión de recordar que las relaciones entre religión y política han sido y son asunto delicado a lo largo de la historia de la humanidad. Ni que ambas dimensiones de la vida responden a la misma aspiración de plenitud y de convivencia de las personas, en cuanto está en juego la tradición y el pensamiento moral (rotos y destrozados en el violento siglo XX, como diría Annah Arendt) y la propia dignidad como seres humanos y no sólo como ciudadanos.
Quizá sí que pueda recordarse, porque no es tan patente, que para obviar problemas, no es solución que una de las dimensiones elimine a la otra en la vida pública de las naciones y de las personas. Que era y probablemente es la propuesta de no pocos políticos europeos: que haya en el ámbito público una sola dimensión (la ideológico-política de un estricto ciudadano). Que las personas nos reduzcamos a una especie de seres "marcusianos", políticamente unidimensionales, amputados del anclaje moral trascendente propio de la dimensión religiosa.
No sé si Benedicto XVI hablará directamente de estas cosas a los jóvenes (que, como siempre, abreviando, ya le llaman "B16"), pero da la impresidón de que no dejará el asunto en el tintero. Y dado que este encuentro tiene lugar en Europa, parece interesante considerar algunas ideas publicadas ayer por Francis X. Rocca en el WSJ, a propósito del evento:
Benedict's Backyard Revival
(…) Over the last half century, the original "ethical and religious" goal of European integration has been almost totally eclipsed by the drive to make the EU a global economic force. The same period has witnessed the rise to power of a "radical enlightenment culture," which has virtually excluded religion from European public life, as seen most clearly in the proposed European constitution's lack of any reference to God or Christianity. This secular values system is fundamentally incompatible with the European project, Benedict argues, since European identity is based on a shared set of ethical norms, above all a belief in the inviolability of human rights, which are ultimately of divine origin. Christianity affirms these rights with the teaching that God created man in his own image and likeness. But take away that premise, and such values are prone to distortion and abuse. Defenders of abortion, for instance, make their case on grounds of liberty. But for Benedict, the practice bespeaks a belief that "law is founded on force," undermining the "very bases of an authentic democracy founded on justice." Genetic engineering may appear to serve human progress, but in fact it reduces human beings to means of scientific experimentation. Invoking tolerance can become a way of censoring politically incorrect views, including expressions of religious belief. Such internal contradictions undercut the moral basis of a European polity, Benedict says, for "only if man is sacred and inviolable for man, can we trust each other and live together in peace." (…) The pope stakes his biggest hopes for Europe on the emergence of "creative minorities" of believers who, like the monks of an earlier age, might inspire the wider population by their example of joyous living and through their moral insights. Benedict calls on European Christians to join their secular neighbors in developing an "ethic of reason" compatible with faith, yet convincing to nonbelievers. A restoration of Christian values would not only enhance the cohesion of European society, Benedict argues; it would help Europeans to communicate with other cultures, because we cannot respect what is sacred to others unless "the sacred, God, is not alien to ourselves." (…) Benedict certainly sees today's Europe as a cultural battlefield, but for him the real clash is not between religions; it is between religious culture on one side, and a deracinated, godless, radical enlightenment culture on the other. Despite his unfashionable insistence on Europe's Christian heritage, he might end up needing some unlikely allies. |
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