Hay algo curioso en el caso del "Da Vinci Code". El libro, según dice su autor, es "ficción" con la minúscula de sus pretensiones literarias, pero habla sin error de "Historia" con mayúscula. Ahora la película, según sus autores, resulta que debe respetar el libro más que la realidad histórica, porque se dirige a lo que han imaginado sus lectores, que aceptaron como historia efectiva y real el dislate que presenta como contexto de la trama novelesca.
Ni el libro ni la película, según sus autores, aceptan ser entendidos como una simple "fictual story". Porque eso es lo que formal y estilísticamente hablando les corresponde ser, como un género literario más, ciertamente novedoso y en auge, que se mueve con su verosimilitud poética entre apariencias y reallidades. Y esto se puede decir con tranquilidad ahora, cuando también el periodismo es reconocido -al menos por Gabriel García Márquez- como un noble género literario).
Han cambiado los "pactos de lectura" que ofrecen los "medios" en términos de verosimilitud y credibilidad, y desde luego de genuina autenticidad y nobleza literaria. Y no sólo (en el caso audiovisual) por las nuevas posibilidades de manipulación de imágenes (mejor que esta simple y burda superposición de Brown con cara de Monalisa), sino por nuevos usos de las palabras en el mismo lenguaje escrito, creando sentidos en los textos que, sin avisar mínimamente de ello, carecen de referencia real, o -teniéndola- la inventan, tergiversan o desdicen de ella.
Alguien dirá que esto ha pasado siempre. Bien, pero hasta ahora regía el pacto de que "quien avisa no es traidor", mientras que ahora no es extraño que se traicione sin avisar. Las ideas de "ficción" y "realidad", aplicadas a películas y novelas por una parte y a periódicos y telediarios por otra, ya sabemos que no tienen mucho sentido. Y menos entre profesionales. Es obvio que las "ficciones", si son poéticas, hablan muchas veces veces de nuestra identidad personal y social como jamás lo hará ningún "periodista científico", mientras que lo ofrecido por algunos diarios y televisiones en su calidad de medios "informativos", poco tiene que ver con nuestra identidad o con la realidad de nuestra vida y de lo que efectivamente hay de relevante a nuestro alrededor.
La expresión "fictual story" es algo tomado de Mas'ud Zavarzadeh (“The Mythopoetic Reality: The Postwar American Nonfiction Novel." Urbana: U of Illinois, 1976), para describir lo escrito en torno a lo que él denomina "area of reality where the factual and the fictional converge in a state of unresolved tension: the factual is not secure or unequivocal, the fictional seems not all that fictitious or remote." Esto sucede con "Da Vinci", aunque no quiera reconocerlo su autor, empeñado con sus promotores en su unívoco fundamento histórico.
Por eso, por no atreverse a tomar en serio su "pacto de lectura" literario (respondiendo sólo a un pacto comercial, que incluye guiños toscos al feminismo new age y a la veda para destruir y ridiculizar referentes cristianos de trascendencia), por eso resulta entonces ocasión de equívoco para los lectores. Es decir, de entrada, porque sin esa sal gorda no es ni una obra literaria, ni siquiera un "thriller sobrenatural", como gusta de autodenominarse, ni tampoco una obra de "historia novelizada", como igualmente gusta de ser tomada en cuenta.
Una "fictual story" tiende a ser y a hacer ser vista como una estricta ficción. Propone la conveniencia y la obligación de ser entendida como tal ficción por el lector, según el "pacto" que le propone el autor. Aunque éste utilice algunos elementos claramente tomados de la realidad histórica para crear el relato. Si no tendiera en primera instancia hacia ser entendida como una ficción, entonces recibiría el nombre (horrible, por cierto, y por eso en desuso) de "faction", que vendría a ser como algo inicialmente "fáctico", con añadidos de "fiction". Pero, en cualquiera de estos casos, hecha con buena dosis de genuinos ingredientes literarios e históricos.
Es cierto que con una "fictual story" o con una "faction" (incluso cuando se trata de algunos textos de Truman Capote o de Tom Wolfe, por ejemplo) tenemos que habérnoslas con un tipo de escritura que incluye el riesgo de que se tergiversen unos u otros elementos de tal realidad histórica, o de que el lector se engañe, o sea engañado por el autor acerca del tratamiento de la realidad histórica. Aunque antes ha debido engañar (más en las tapas del libro que en sus páginas) sobre ese mismo pacto de lectura, que incluye -además- el carácter de gratuidad "artístico-literaria" como ingrediente. Y también es cierto que -precisamente por la claridad explícita del "pacto de lectura" que implica- se parece en cierto modo a lo que sucede con las caricaturas y viñetas en la páginas de los periódicos sobre los gobernantes, al menos en los países democráticos. También es cierto que política y religión no son precisamente lo mismo, ni tampoco la historia, desde este punto de vista, también en los países democráticos. Y es igualmente cierto que del carácter de gratuidad "artístico-literaria" -como es público y notorio- no hay ni sombra en el "Da Vinci Code". Domina de entrada el olor a marketing editorial pergeñado en torno al escándalo.
He de decir, en cualquier caso, que suelo publicar una historia mensual de este tipo en la rúbrica "Desde el Iceberg" de la revista "Nuestro Tiempo", desde enero de 2000. Experimento construyendo historias con acción inventada en la que uno o varios personajes ficticios intervienen, junto a otros personajes con nombres que responden a personas reales, en situaciones poéticamente posibles, dentro de circunstancias que algunas veces son históricas y del momento en que se escriben; y son historias que buscan ser verosímiles. Se trata de microtextos de menos de 600 palabras, que de ordinario se resuelve como una "corriente de conciencia" levemente dramática y escrita en tercera persona, dado que no es fácil narrar un drama en ese limitado numero de palabras. Las historias alternan unos siete u ocho personajes inventados, que a estas alturas supongo ya conocidos por los cuatro gatos que aún las leen. Algunas pocas salen bien; otras no tanto.
A propósito de la versión cinematográfica del "best seller", y sabiendo vagamente de la existencia de gestiones y tanteos hechos por Sony en entornos profesionales cristianos, como ahora queda claro en el post anterior, inventé, documenté y escribí en diciembre 2004, poco después del "tsunami", A Susan le brillaron los ojos:
Frank Stephan y yo teníamos una comida de trabajo en Spago. A Frank no le gustaba el Spago, en Beverly Hills, en el cruce de Wilshire con Cañon Drive. Es un sitio demasiado famoso y por tanto demasiado visitado por presuntos famosos y turistas hollywoodianos. Tampoco le gusta a mi socio Frank comenzar el despacho de asuntos de trabajo en los restaurantes. Los prefiere como lugar para concluir nuestras tareas de consultor de historias para la pantalla. Pero no siempre logra sus propósitos. Estábamos en Spago, invitados por Susan McBain, la joven y ambiciosa ejecutiva enviada por Amy Pascal, que comparte cúpula en Sony-Columbia con Michael Lynton y Jeff Blake.
Querían escucharnos acerca de su proyecto sobre Da Vinci Code. Los derechos de adaptación ya les habían costado ocho millones de dólares. Se habían comprometido con Brian Grazer como productor, Akiva Goldsman como guionista y Ron Howard como director (el trío que había conseguido, a falta de mejor alternativa, los oscares para A Beautiful Mind) y avanzaban los trámites con Tom Hanks como protagonista. No sabíamos qué es lo que les preocupaba. Aunque la novela fuera un fiasco literario, había pulverizado los récords editoriales de todos los tiempos. La adaptación a la pantalla era un negocio redondo, si se trataba de hablar de negocios, porque los beneficios asegurados eran de muchos centenares de millones de dólares. Otra cosa era la historia.
Elegimos almorzar el tasting menu. Susan y yo nos fiamos de la curiosidad de Frank ante la oferta de Lee Hefter, el chef de Spago, de improvisarnos algunos de sus pequeños ensayos. Sin decirlo, Frank y yo pensábamos que era insultante elegir entre las suculentas especialidades de la casa, teniendo frescos en la retina y la mente los desastres del reciente maremoto en el sudeste asiático. Mejor ver la mano artística del cocinero. Y mientras nos encontramos ante unas pommes aligot (patatas montadas con queso francés) y unos agnolotti (mini-ravioli con un toque de Mascarpone y una sospecha de Reggiano), nos enteramos de lo que preocupaba a los de Sony-Columbia. Susan lo dijo sin ambages: tenemos miedo de ofender al público cristiano, y sobre todo católico, con el contenido de la película. Tenemos miedo de que quede en entredicho la imagen del estudio como productor de entretenimiento para todo tipo de públicos, también cristianos. La película se hace, y no podemos cambiar las cosas de la novela, porque entonces se enfadarán los fans de la novela. Podemos dejar algunas cosas de lado, pero no sabemos cómo conseguir el máximo dinero con el mínimo desgaste con Da Vinci Code. Dicho esto, Susan volvió la vista a su plato, y saboreó un ravioli como si fuera una experta en gastronomía del Piamonte italiano. Esperaba nuestras primeras impresiones.
Frank y yo habíamos hablado del libro de Dan Brown. Era grotesco presentar la Iglesia católica como un grandioso “timo” histórico. Jesucristo como un simple “profeta mortal” hasta que Constantino le divinizó en Nicea en 325. Que casó y tuvo descendencia con Magdalena. Que, entre otros asuntos graves, el Opus Dei fuera una orden monástica con asesinos en sus filas, para evitar que alguien descubriera el “timo”. Era grotesco ofrecer a cambio eco-feminismo new-age de baja estofa. A Frank no le gustaba el cinismo de Sony-Columbia, pero eso era un Estudio: hacer películas y dinero. Y se le ocurrió dar un paso más allá de ese pragmatismo hollywoodiano. Sugirió a Susan que -inmediatamente después del Da Vinci- la Columbia hiciera una superproducción sobre algún santo católico reciente y fuerte, como Teresa de Calcuta o Josemaría Escrivá. Al probar las gambas con curry de albahaca tailandesa, a Susan le brillaron los ojos. No supe de entrada si era por la idea de Frank o por el curry de albahaca.
Esto es lo publicado en diciembre de 2004. Hoy habría que añadir, quizá, el nombre de Juan Pablo II a los otros dos. Es posible que alguna de las personas o instituciones mencionadas pueda inquietarse por el uso de su nombre, pero el caso es que se trata de profesionales o corporaciones que son personajes públicos, y tienen derecho a pedir explicaciones y rectificaciones. Quienes no se molestarán son Frank Stephan, o Susan McBain o yo, porque son personajes inventados. Espero que estos párrafos sirvan al menos para ayudar a entender lo dicho sobre lo que hay en juego con las "fictual stories" y sus necesarios pactos de lectura. Porque, en principio, parece que el juego limpio incluye aquello de "pacta sunt servanda". En fútbol, no se meten goles con la mano. Eso es falta.
El asunto es simple: ¿quienes son y cómo se trata a los Brian Grazer, Akiva Goldsman o Ron Howard de turno en el texto del "Da Vinci Code"? ¿Quienes son y cómo se trata a los Frank Stephan, o Susan McBain o yo de turno en el texto del "Da Vinci Code"? Es cuestión de pensar un momento en el tipo de "pacto de lectura" que de hecho ofrece "Da Vinci Code": ¿el que más convenga, según vaya el juego de halagos a las ignorancias o carencias literarias e históricas del lector, convertidas mágicamente en sabidurías? Eso, en principio tiene visos de ser un engaño que insulta a la racionalidad del lector. ¶
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Publicado por: literatura | 29 noviembre 2005 en 03:32 a.m.