Hace ya varios meses que se publicó el excelente libro de Jorge Latorre, "Tres décadas de El espíritu de la colmena (Víctor Erice)".
No he escrito aquí sobre el asunto, porque guardo no poca complicidad con el autor, con su libro, y desde luego con la película de Víctor Erice sobre la que discurren sus páginas. Me he resistido a hacerlo, porque escribí el prólogo del libro, intentado poner de manifiesto lo que Jorge Latorre ha puesto de "espíritu" en el libro, al tratar sin ambages del "espíritu" de la película de Erice.
Y como en los aires que corren desde hace un tiempo parece que escribir acerca del "espíritu", aunque sea el de la justamente aclamada colmena de Erice, puede parecer un insulto para lectores, quise esperar a que aparecieran otras voces hablando del libro.
Esas voces ya van apareciendo, y también en blogs (Creadores de imágenes ha motivado que hoy escriba esta anotación) si bien en medio del silencio atronador de algunos expertos "oficiales" de la obra de Erice, que quizá no se atreven a pensar lo dicho por Latorre sobre "El espíritu de la colmena", treinta años después de su estreno, y luego escribir lo pensado.
Por eso pienso que tiene sentido reproducir aquí -limpio de páginas con referencias eruditas- un extracto del prólogo. Y espero que anime a más de uno a hacerse con el libro y leerlo. El de Latorre es un libro imprescindible para acercarse a Erice y a "El espíritu de la colmena", una de las pocas películas españolas imprescindibles.
Prólogo: acerca del "espíritu" de "El espíritu de la colmena"
Es evidente que debo hablar del libro de Jorge Latorre que el lector tiene entre manos. Pero antes de hacerlo, quisiera poner por escrito un suceso personal, lejano en el tiempo, que ha venido a la memoria mientras leía este texto. Algo simplemente instrumental, que tiene que ver lo uno y lo otro.
Hace unos veinte años, tuve ocasión de participar en un curso de doctorado de una Universidad española, de la que –por lo que diré- es mejor no recordar aquí el nombre. Tenía que hablar de semiótica del cine, porque ese era el título del curso. El colega que lo había organizado y me había invitado, bien sabía que poco tiempo antes yo había sido declarado pública y oficialmente en círculos semióticos internacionales como un “heterodoxo”. Por trabajar sobre el cine desde la órbita de la poética aristotélica, y encontrar más espacio vital e intelectual en el arrimo de Christian Metz, Tzvetan Todorov y Gianfranco Bettetini, que en la órbita de otros autores entonces también vigentes.
Simplemente sucedía que mientras unos me dejaban holgura para pensar y discutir, y me animaban a hacerlo, aunque el resultado fuera poco “semiótico”, otros básicamente exigían un comentario exegético de su pensamiento. En cualquier caso, haber sido calificado de heterodoxo producía una especie de aura de misterio o fascinación alrededor del investido con tal epíteto. Aura suficiente para atraer por un tiempo la atención de algunas gentes superficiales, que de otro modo no hubieran parado mientes en lo que uno llevaba ya cierto tiempo diciendo y publicando.
Esto es lo que el colega buscaba al llevarme a su Universidad. Presentar a alguien que entonces gozaba de momentánea vitola inconformista, y al tiempo tenía algo interesante que decir, proponer o plantear –al menos desde su punto de vista, que en esto coincidía con el mío- sobre la naturaleza de aquel cajón de sastre apodado semiótica del cine. El caso es que empleé el tiempo de rigor ante una treintena de doctorandos, hablando del mito poético como alma de la tragedia clásica, y por tanto como lo que mueve a los demás elementos (personajes, diálogos, puesta en escena) del organismo casi vivo que era el espectáculo trágico. Sin mito, los restantes elementos ya no tienen unidad interna vital, y no ofrecen con propiedad un drama y un sentido de la vida coherente, digno de dialogar con los espectadores y su sentido de la vida. Diálogo en el que la obra poética (y en nuestro caso la película) digna de tal modo de ser entendida, ofrecía su sentido a los espectadores, también en términos de sentido de la vida. No se trataba por tanto de poner en juego nociones entonces en circulación, como “mensaje” o “intenciones del autor”, sino precisamente de quitarlas de en medio de una vez y poner sobre el tapete y en su lugar la noción de ”sentido”. El caso es que para tal empresa, tuve que hacer referencias literales al mito como “alma de la tragedia”, seguido de un trabajo hermenéutico en torno a las diversas interpretaciones dadas a esta expresión aristotélica.
Tras llegar al final de la presentación de los razonamientos pertinentes, llegó el turno de preguntas. Mi amigo y yo esperábamos una cierta hostilidad por parte de los semióticos allí presentes. Sin embargo, la sorpresa surgió cuando el primero en hablar exclamó más o menos esto: “¡no entiendo cómo es posible que en esta universidad, en España y cuatro años después de la muerte de Franco, alguien se pueda dedicar a hablar del alma!”. Hubiera preferido que la tierra me tragara de pura vergüenza ajena, pero dediqué tiempo a hacer ver qué es lo que Aristóteles entiende por alma y algunas consecuencias de eso para la cultura occidental, en el contexto de la psicología y la antropología cuando menos. Aunque de todos modos –dije también- aquello poco tenía que ver, probablemente, con su alusión explícita a Franco, y suponía que con su nexo implícito con la religión católica, como única referencia para hablar del alma en un curso universitario de doctorado. Me guardé bien de tratar acerca de las naturales raíces religiosas del mito griego y de la ulterior decadencia de tal radicalidad. Tampoco hice referencia al planteamiento del Timeo platónico, en donde se afirma que el alma es plasmada en los vivientes por el Demiurgo, un modo de hablar en cierto modo seguido por Aristóteles cuando dice –sin más explicaciones en todo su obra- que el alma dianoética, es decir, espiritual, simplemente “proviene de fuera”. Aquello hubiera podido parecer una provocación antidemocrática.
Pues bien, aquello tiene que ver con esto. Es decir, con La colmena de Víctor Erice y con el texto de Jorge Latorre sobre la película, que habla de modo explícito de trascendencia, y la sitúa más allá de la trascendencia que lleva a salir al individuo del ensimismamiento y vivir una vida cuando menos social y política.(…)