He tenido que hablar hace poco de los sofistas (en clase de Teoría de la Comunicación). He mencionado por supuesto a Gorgias de Leontino y he dedicado un tiempo a razonar que la comunicación pública, en su dimensión retórica, consiste en refutar con hechos el planteamiento sofístico y solipsista de Gorgias.
Y no precisamente en practicarlo, como parece que desde el gobierno español se pretende instaurar en la vida social española. (Esto lo pensé, pero no lo dije a los presentes en el aula, porque -entre otras cosas- son ciudadanos de quince países, de cuatro continentes, y en prácticamente nada les corresponde estar al día de los desmanes políticos hispánicos. Y recordé un artículo reciente, de mi amigo y colega Alejandro Llano -siempre respetuoso y amante de la verdad-, un artículo reciente que puede leerse aquí, más abajo).
Vulevo un momento a Gorgias. Es sabido que este autor del perdido texto "Sobre la No-Existencia o Sobre la Naturaleza" argumentaba que el lenguaje es lo único válido que realmente existe, porque permite lograr lo que cada cual pretenda. Y razonaba (mal) encadenando estas tres proposiciones: "1) nada existe; 2) si algo existiera, no podría ser conocido; 3) si algo pudiera ser conocido, no podría ser comunicado".
Es todo un programa de nihilismo intelectual, muy útil para la manipulación de "los demás" desde la propia arbitrariedad en el poder político y los medios de comunicación afines. Y es todo un programa de "Educación cívica", en la que sólo interesa practicar la argumentación sofística, como Platón reprochaba a Gorgias, cuyo objetivo único -como también le reprochaba Aristóteles- consiste en lucrar el máximo de poder, fama y dinero engañando con sofismas la credulidad de la gente.
Hubiera podido ilustrar a mis oyentes romanos con unos cuantos ejemplos tomados de aquí y de allá en los medios de comunicación hispanos, acerca de la ejecutoria sofística del señor Zapatero, pero no lo hice.
Ahora, sin embargo, al margen de razonamientos académicos, no me resisto a publicar aquí el texto completo del artículo de Alejandro Llano (en Gaceta de los Negocios, $) que ayuda a calificar con precisión uno de los rasgos más dominantes en la esquiva figura del personaje más nefasto que -con su sofistería- ha logrado y logra aún el apoyo de no pocos conciudadanos. Dice así:
Los sofistas
Especializados en convertir el argumento más débil en la razón más fuerte, los sofistas manejan el lenguaje como un instrumento puramente utilitario para convencer a los demás de aquello que a los propios sofistas les conviene. Hablar ya no es una actividad que esté al servicio del encuentro con la verdad, sino que se encamina al logro del poder. Parecen sabios, pero no lo son. Tampoco el sofista se identifica con el retórico. El retórico trata de hacer verosímil lo verdadero, mientras que el sofista intenta hacer verosímil lo falso.
A los sofistas griegos, Platón los llamó mercaderes ambulantes de golosinas del alma. Ahora bien, su vigencia no se limita a la antigüedad clásica. Los sofistas han revivido y hoy se los encuentra por todas partes. Expenden ideas-basura, comida rápida para alimentar mentes adocenadas por medios de comunicación que ocultan datos y —por poner un caso reciente— han pasado de ser periódicos de referencia a prensa amarilla, según ha dicho Hermann Tertsch [ver, p.e., aquí] acerca de un diario madrileño del que tuvo que salir por atreverse a decir la verdad.
En la España actual la sofística ha dejado de ser una curiosa anomalía para convertirse en un fenómeno global [ver, p.e., aquí].
Los discursos de muchos personajes cercanos al Gobierno constituyen ejemplos de constantes atentados a la lógica y al sentido común. Cuanto más próximos parece que se encuentran a la verdad, más niegan la evidencia. La reciente declaración de Manuel Conthe en el Congreso representó una valiente excepción. Habló de presiones sobre el organismo regulador del mercado de valores y apuntó cuál era el origen de semejantes extorsiones. Pero, desde el punto de vista del ambiente informativo, también esta excepción vino a confirmar la regla. Porque inmediatamente, esa misma noche, los medios paraoficiales manipulaban sus palabras y tergiversaban sus ideas. Aquí no ha pasado nada. Los socialistas seguimos siendo tan honrados como antes y nunca hemos roto un plato.
El gran maestro de sofistas, el gurú de la confusión mental, es el presidente del Gobierno. No se sabe cómo, pero cuando la realidad refuta sus palabras, se las apaña para hacer ver a muchos que en rigor ha sucedido lo que él anunciaba y que, por lo tanto, continuará por el mismo camino. Cuando surja el próximo encontronazo con los hechos, ya encontrará otro modo de ejercitar sus artes de ilusionista. Y, si los hechos no concuerdan con sus palabras, ¡peor para los hechos! Al fin y al cabo la tajante diferencia entre la verdad y el error, entre el bien y el mal, entre lo útil y lo perjudicial para el país, todo eso corresponde a un modo rígido y superado de pensar. Él es más comprensivo, más flexible, conecta mejor con el sentir de amplios sectores de la población española.
Y lo peor es que esto último parece ser cierto. En los dos programas de preguntas a Zapatero y a Rajoy, lo más penoso fue precisamente el modo de razonar de la mayor parte de un público presuntamente seleccionado por procedimientos sociológicos neutrales. Salvo contados casos, ofrecieron un panorama de planteamientos económicamente interesados, talantes foscos, actitudes sentimentales y notoria incapacidad para la réplica. Si tal es el retrato robot del español medio, nuestros actuales gobernantes tienen por delante una larga vida política.
El único modo de romper tal círculo vicioso es la formación intelectual y la cultura política. Pero esta educación para la esfera pública tendremos que buscarla cada uno por nuestra cuenta —o trabajar para adquirirla en pequeños grupos más o menos clandestinos— porque lo que nos llegue por vía oficial y burocrática vendrá ya empapado del aroma de la sofística. Siempre se ha pensado que la clave para la educación de todo un pueblo es el bachillerato. Ahora bien, la confusa reforma de este ciclo escolar, tal como estos días se anuncia, no promete nada bueno ni desde el punto de vista de la enseñanza ni desde la perspectiva del civismo. Lamentablemente, la educación se está convirtiendo, cada día más, en adiestramiento y domesticación con creciente ausencia de aprendizaje de las ciencias teóricas y de las humanidades.
Como se trata de una perspectiva dilatada, de un largo camino por recorrer, deberíamos procurar entre tanto no acoger acríticamente las versiones convencionales de las ideas y los acontecimientos. El tópico, el lugar común, es la muerte en flor del pensamiento libre. Lo políticamente correcto nos acogota y empequeñece nuestra talla ciudadana. Sócrates pagó bien cara su disidencia respecto a los sofistas. Pero su conducta sigue iluminando nuestra civilización. Desconfiemos de los panfletos de autoayuda y de los bestsellers de divulgación. Busquemos la mejor calidad intelectual que seamos capaces de asimilar. El mercado laboral se afana por contratar talentos. Pero esa excelencia intelectual sólo la roza quien se decide a pensar por cuenta propia.
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