Olegario González de Cardenal ha publicado una interesante "Tribuna" en El País (Balance de un debate, 05/07/2007, €).
Entiendo que puede servir como guía para identificar posturas ante los peculiares planteamientos gubernamentales españoles para la cuestión de la Educación para la Ciudadanía.
Sintetizando aquí el texto, González de Cardenal observa de entrada que "esta cuestión [la configuración de los contenidos de la EpC y su imposición gubernamental] afecta a la misma raíz espiritual de nuestra sociedad. La cultura, la política y la religión están implicadas inexorablemente en ella".
Y plantea tres tipos de preguntas para clarificar la maraña de la cuestión, que -con sus propias palabras- se puede resumir así:
1. ¿Cuáles son el sujeto, los contenidos y el contexto histórico de la educación? ¿Quién y dónde se educa al hombre como persona, como ciudadano, como posible creyente?2. ¿Qué se debe y se puede enseñar en las instituciones escolares?
3. Tercera cuestión: la educación no acontece en un vacío de ideas, esperanzas, temores o sospechas sino en un contexto muy concreto donde vigen unas aspiraciones y se rechazan unos proyectos a la vez que se anhelan otros.
¿Cuáles han sido las reacciones ante esta asignatura impuesta por el Gobierno? Para González de Cardenal son tres:
1. La que defiende la asignatura y el programa con que el Ministerio la propone.
2. La que rechaza asignatura y programa.
3. La que acepta la asignatura pero propone modificación o cambio de programa.
En el primer caso, "quienes la defienden afirman que la educación debe ser integral y no sólo aprendizaje de conocimientos y destrezas; por ello es esencial una educación en valores (...) Algunos añaden que hasta ahora en España ha educado la Iglesia y que ahora tiene que educar el Estado".
En el segundo caso, "unos rechazan por principio cualquier asignatura que confiera al Estado la capacidad de trasmitir convicciones últimas de sentido, verdad e identidad. Todos los Estados que han querido imponer una ideología nacional o revolucionaria lo han hecho con sangre y muerte".
Aquí se sitúa también el rechazo de profesionales de la enseñanza, para quienes la materia está heterogéneamente construida con materiales que ya estaban presentes en las asignaturas de Ética, Filosofía, Ciencias Sociales y en la trasversalidad de otras asignaturas. No había demanda social para ella sino que su propuesta surge de un partido que quiere trasvasar su propio proyecto (...).Pero el problema más grave es que, dada la heterogeneidad de materias indicadas en el programa del Ministerio, se mezclan realidades totalmente distintas: las que podrían pertenecer legítimamente a una ética cívica y otras como son "la condición humana", la "identidad personal", "la educación afectivo-sexual", "la construcción de la conciencia moral", que son de otra naturaleza, y sólo pueden ser ofrecidas por quienes tienen la responsabilidad primera, es decir los padres. El Estado podría ofrecerla pero nunca imponerla como obligatoria.
En el tercer caso, se "reconoce al Estado la legitimidad para ofrecer esa materia que prepare a los alumnos para existir en sociedad, para que conozcan el entramado de realidades en medio de las que viven y con las que tienen que convivir".
Lo primero y esencial es la persona; de cómo se comprenda ella a sí misma se deriva incluso la forma de comprender y realizar su ciudadanía. Ésta no monocorde; hay muchas formas de realizarla auténticamente a la luz de la actitud última de cada uno ante la existencia. La ciudadanía no puede ser dictada a nadie por ningún Estado, partido o iglesia.Los partidarios de esta tercera postura se diferencian a su vez: unos creen posible una refundición del programa, quitando aquellas cuestiones antes aludidas que exceden la competencia del Estado.
Otros, yo [Olegario González de Cardenal] entre ellos, consideran que eso no es tan fácil y proponen una solución más radical y objetiva: centrar la materia en el estudio de la Constitución Española, que ofrece todos los presupuestos de ideales, valores, derechos, deberes y responsabilidades del ciudadano, completándola con las Declaraciones internacionales de derechos humanos.
Ahora surge la cuestión vidriosa: ¿se puede imponer una materia que lleva consigo tales problemas objetivos (...)? Yo [Olegario González de Cardenal] veo tres razones para no imponerla y repensar toda la cuestión desde el consenso.
En primer lugar la memoria histórica de España: cada vez que se ha impuesto algo semejante, sea en la II República sea en la España de Franco, los resultados han sido nefastos. No valen ni el rechazo irresponsable ni el trágala violento.En segundo lugar la experiencia de un institución tan vieja como la Iglesia en sus concilios desde Nicea (325) al Vaticano II (1962-1965). Para las cuestiones de procedimiento o método se siguió siempre regla de meras mayorías, pero cuanto se trataba de contenidos doctrinales nunca se decidía como obligatorio en la fe algo que no fuera compartido por la inmensa mayoría o casi unanimidad moral.
La tercera razón es el ejemplo de las grandes naciones como Alemania, en las que las materias que afectan al fondo del país, como la educación y la política exterior, se consideran cuestiones de Estado y se resuelven por consenso entre los grandes partidos.
Hasta aquí el planteamiento de Olegario González de Cardenal (ver, por ejemplo, la síntesis que hace Aceprensa), con el que es relativamente fácil congeniar. De todos modos, entiendo que -como siempre- no son las leyes generales, sino los reglamentos concretos los que terminan definiendo las cosas efectivas que se promueven en una democracia parlamentaria.
Por eso, en mi caso particular, me parece que esta solución pragmática que propone González de Cardenal y que consistiría en "el estudio de la Constitución" puede ser útil para salir del paso, pero también puede convertirse en un cajón de sastre ideológico. Personalmente prefiero -en su lugar- los riesgos que implica la posición que el autor sitúa como primera alternativa de la tercera postura, y llama "refundición del programa".
Porque -como bien hace referencia a Aristóteles- es muy cierto que todos estamos implicados, nos guste o no, queramos o no, en asuntos de este calado: tanto por acción afirmativa o negativa, como por omisión y silencio.
Por eso, entiendo que -antes de pergeñar una asignatura como la ahora propuesta: única y obligatoria, con sus programas, manuales y profesores preparados ad hoc, casi con nocturnidad informativa para todos los implicados- conviene abrir un tiempo de estudio y debate público acerca de los contenidos y de los modos de aplicación.
No sólo es un asunto parlamentario (de los políticos), ni sólo profesional (de los profesores), sino que más bien tiene todas las trazas de un típico asunto cívico. Es cierto que todos sabemos sobradamente que el civismo hispano no da mucho de sí en estas lides, porque pide mucho esfuerzo intelectual y práctico, serio y continuado. Y menos desde el civismo hispano entendido como lo presenta ZP encabezando el gobierno y la mayoría parlamentaria.
Pero no estaría de más que tantas instituciones naturales y agrupaciones y asociaciones cívicas estudiaran, pensaran y participaran razonadamente en el debate público acerca de los numerosos implícitos de tan fundamental cuestión. Porque esas instituciones -mucho antes y mucho más que los intereses de los partidos políticos, atentos a los ciudadanos- se ocupan de suyo en cuestiones de la educación de las personas. Y en la educación de las personas también se incluye la educación para la ciudadanía. Pero no al revés.
Quienes saben acerca de lo que implica día a día la vida real de las personas (no sólo los personajes consumidores o votantes, etc.); quienes saben acerca de la identidad personal como configuradora de la sociedad civil: esas son o deberían ser las voces convocadas para un estudio y debate de este tipo. En lugar de una torpe imposición forzada de tenor totalitario.
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