Hace unos días publicó Alejandro Llano una columna, en Gaceta.es, titulada "El núcleo de la crisis económica", muy actual e interesante. Quizá queda simplificada en su alcance (gages del periodismo) en el subtítulo, que destaca el aspecto central de lo tratado, al decir que "olvidamos que el origen de todo valor económico estriba en el trabajo". Los demás asuntos pueden leerse en este extracto, más de la mitad de la columna:
(...) La clave de la crisis está en aquello que, entre otros rendimientos, constituye el fundamento de una ética seria, es decir, no manipulada por quienes han de aplicarla, no sectorializada ni especializada ya que ética, como madre, no hay más que una. El núcleo de la crisis es antropológico (para no pasarme y decir: ontológico). Y consiste en el olvido de que el origen de todo valor económico estriba en el trabajo.
Con una precisión clave: el trabajo humano es ante todo conocimiento. Han castigado nuestros oídos con el soniquete de la sociedad del conocimiento. Pero se ha dado de ella una versión trivial, como si se tratara de utilizar muchas máquinas de almacenar, procesar o transmitir información. Cuando, ya lo dijo Eliot, confundir el conocimiento con la información o la comunicación indica que uno está más perdido que Caperucita en el metro. El conocimiento nuevo es el único valor original que cabe añadir a la riqueza humana. Olvidado esto, el empobrecimiento adquiere un curso fatal. Y esto es justo lo que está sucediendo.
El lugar más claro para detectarlo es el lenguaje, especialmente cuando se aplica a la educación, a la investigación, o a la producción innovadora. Una primera evidencia podría encontrarse en la burocracia en torno al proceso de Bolonia. En los folios y folios que han ido generando los presuntos expertos europeos en universidades, ¿saben ustedes cuántas veces aparece la palabra verdad? Lo han adivinado, no es el premio del millón porque resultaba obvio: ninguna. No me he parado a contar, en cambio, el número de apariciones de vocablos tales como empleabilidad, destreza, competencia, capacidad, transversalidad… Hasta los menos proclives a valorar el espíritu se dieron cuenta de ello hace unos cuantos años.
Jacques Lacan, freudiano y estructuralista con querencias marxistas, dijo a comienzos de los setenta que la revolución del sesenta y ocho había traído un gran cambio en las universidades: desaparecieron los intelectuales y comparecieron los tecnócratas. Ayer oí que un estudiante planteaba en el bar el acertijo de cómo se podía contar la historia de la universidad en siete palabras. Nadie lo acertaba y respondió triunfante: “Empieza en Bolonia y termina en Bolonia”.
Pero también se puede registrar esta corrupción lingüística en el campo empresarial. Casi nadie recuerda que la palabra prestigio significa originariamente engaño o ilusión. A los prestidigitadores de la venta de humo les encantan también los términos competencia y competitividad: siempre comparativos, nunca sustanciales. Habría que advertir que se puede ser el mejor siendo malo. Y que se puede ser bueno sin ser precisamente el primero de la clase.
Lo esencial no es el brillo, claridad prestada. Lo decisivo es el resplandor, fuente originaria de luz.
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