Acaba de publicar Alejandro unos párrafos que titula "Leer en verano" y que tienen por lema "Donde está la libertad, allí están los libros".
Espero no interpretarle mal al pensar que su cabeza no debe estar orientada necesariamente hacia los edificios llamados bibliotecas, que es donde mayormente están los libros, sino que piensa más bien en la libertad y en los libros de los lectores.
Por eso, y porque lo importante es leer, aunque sea en verano, me permito recomendar otro texto de Alejandro Llano, éste invernal, de marzo pasado, y que lleva por título "La manía de leer". Tan interesante como éste que ahora sigue:
En este cálido verano no es aconsejable acalorarse más aún con las insustanciales declaraciones de nuestros políticos, vengan de Costa Rica, Galicia o Lanzarote. Decía Pascal que todos los conflictos provienen de que los hombres no saben permanecer tranquilos en su aposento. No disponían entonces —siglo XVII— de televisión, ni de ordenador, ni de teléfono móvil. En la propia habitación, sólo les cabía leer. La lectura tiene un efecto benéfico inmediato. Mientras se lee, no se incordia al prójimo, ni los poderosos nos perturban con sus vanas ocurrencias. Pero hay mucho más. Porque, según Marcel Proust, la lectura es la amistad pura y tranquila.
Leer nos aquieta, nos serena. Adoptamos una actitud contemplativa, en la que sólo nos interesa conocer lo que el autor dice, la teoría que expone, la historia que relata, la emoción que expresa. Si a alguien le agitan las noticias sobre la crisis, una de las mejores maneras de calmar el ánimo es tomar un libro entre las manos y dejar que la vista recorra las líneas impresas. Poco a poco, el texto reclama nuestra atención y ya no pensamos en la ineficacia del Gobierno, sino que nos incorporamos a la corriente narrativa, que es como un río que nos lleva. Y vivimos las vidas de los protagonistas del relato, dirigimos los ojos a la realidad con el autor del ensayo o vibramos con las intuiciones del poema. Como dice Pedro Salinas, leer es vivirse reviviendo.
Esta forma de “dejar ser” a algo que nos supera y nos envuelve implica una postura benevolente, una salida de la subjetividad, para identificarnos con las cosas mismas, con los personajes que adquieren vida en el libro que leemos. Ha cesado toda motivación egocéntrica. La lectura es desinteresada y purificadora. “Entre el pensamiento del autor y el nuestro —escribe Proust— la lectura no interpone esos elementos irreductibles, refractarios al pensamiento, de nuestros diferentes egoísmos. Es la más noble y ennoblecedora de las distracciones, ya que únicamente la lectura y la sabiduría proporcionan los buenos modales de la inteligencia”.
Otros mundos posibles se dan cita ante el lector. Quienes aman a los libros son personas que viven muchas vidas. Expanden y enriquecen la suya al entreverarla con la de otros. Su inteligencia crece, su imaginación se agranda. Se pasean por los vericuetos de la historia, por los laberintos de la ciencia, por las maravillas de la fantasía. Tienen una mente educada que les torna capaces de plantearse alternativas inéditas y recorrer sendas inexploradas.
Gracias a los libros, el lector elige sus interlocutores entre las cabezas más lúcidas y sensibles de la humanidad. En algo tan pequeño, cuántas ideas encontrará, cuántas vivencias podrá incorporar, qué placeres más limpios y fuertes le están reservados.
Los mejores libros son aquellos cuya lectura nos capacita para entenderlos. Al pasar amorosamente por las páginas de un buen libro, es el libro el que pasa por nosotros. Y allí, en el hondón del alma, deja su huella. Es un légamo fecundo, que acrece y potencia la propia vida.
La lectura y la vida no se oponen entre sí. Escuchamos a veces la llamada de atención del hombre pragmático: ¡Ya está bien de leer, es hora de vivir! Como si el ejercicio de las más altas facultades de la mente no fuera la forma más intensa de vida. El pensamiento y la imaginación nos revelan un horizonte de fulgores insospechados. Mientras que la pura vitalidad es mera agitación, sometida al principio de inercia.
Una educación que prescinda de los libros, y todo lo fíe a las nuevas tecnologías y al activismo, es una mala educación. Frente al riesgo de una instrucción postliteraria, al observar que la afición a la lectura desciende alarmantemente entre los jóvenes, es preciso difundir con toda el alma el amor a los libros. Porque los libros son el cauce ordinario y común de la vida del espíritu.
Donde está la libertad, allí están los libros. No olvidemos que todas las formas de totalitarismo han tratado de suprimir la afición a la lectura, o la han reducido a una sola posibilidad, como sucedió en China con el libro rojo de Mao. Mientras nos quede la palabra, habrá al menos un rescoldo de libertad.
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