Parece más ajustado al sentido del artículo de Alejandro el titularlo como aquí se hace, en vez del "Qué hacer?" que en principio tenía. El caso es que Alejandro Llano es tildado a veces de pesimista, cosa que de ordinario, por otra parte, le sale por una friolera. Pero a otros molesta, porque es injusto coger el rábano por las hojas, interpretar erróneamente un modo racional de razonar.
Y así es porque quienes así le entienden y califican suelen quedarser -lo digo impropiamente, y sin sombra de afán polémico- con la "pars destruens" del razonamiento, y no llegan o ven el relieve de la "pars construens", que es la que realmente le interesa y debería interesar a sus oyentes y lectores, si quieren seguir el razonamiento completo. En el artículo que sigue, bien puede practicarse lo dicho:
Pocas actitudes están peor vistas que el pesimismo. Los agoreros, profetas de desgracias, son siempre mal recibidos. Se da por supuesto que hay una especie de avance mecánico hacia logros inéditos. Por eso mismo, lo que menos se perdona a los pesimistas es que el paso del tiempo les dé la razón. Y esto es lo que está sucediendo en la España actual. Una vez comprobado que se han quedado cortos, se les reprocha la ausencia de soluciones positivas en sus apreciaciones de la realidad social. Tienen una carga: la tarea de avizorar el futuro se añade al diagnóstico certero del presente.
El gesto de hurtar la mirada hacia lo que anda mal y la incapacidad de ofrecer salidas para la crisis proceden de una miopía común. La falta de radicalidad, la tibieza en el pensamiento y en la acción, provienen quizá de la exigencia de consenso propio de la transición. Aquello estuvo muy bien, pero no es el temple que hoy se requiere.
Las carencias de nuestra clase política no son la causa de que la España actual esté ayuna de proyectos: es otro de los efectos de un modo de pensar superficial y conformista. A la pregunta “¿qué hacer?” es preciso responder, en primer lugar, lo siguiente: “Pensar con rigor y coraje cívico”. Pero, de inmediato, es necesario interrogarse por los ámbitos en los que resulta posible acometer esta urgente tarea.
La universidad es una muestra característica de la implosión que han sufrido algunas instituciones que, a mediados del siglo pasado, se presentaban como más prometedoras. La enseñanza superior se ha visto drásticamente pragmatizada, se sigue utilizando para finalidades que no le competen, y carece del dinamismo interno que necesitaría para recuperar una capacidad investigadora y formativa que no sea puramente utilitaria.
La fuerza innovadora que necesitamos ha de proceder actualmente de grupos y comunidades culturales que se sitúen en una instancia postuniversitaria. Si tuviéramos que aguardar a que los niveles institucionales de educación volvieran a recuperar la orientación y la energía perdidas en las últimas décadas, lo fiaríamos demasiado largo. En cualquier caso, las soluciones no pueden provenir de las agencias estatales. Como recomendaba Ortega, hemos de acostumbrarnos a no esperar del Estado nada bueno, viendo cómo está más bien en el origen de una parte considerable de nuestros males.
El empuje ha de provenir de la sociedad civil y, especialmente, de generaciones que no se hayan desgastado con los roces de la transición política y las hipotecas que ha implicado la consolidación de la democracia. Antes de que una demografía tan decadente como la española nos acabe pasando una factura impagable a medio plazo, la generaciones que se han incorporado recientemente a las tareas directivas de la vida social han de irrumpir con propuestas inconformistas, sin esperar una aprobación que los ya instalados en posiciones de ventaja política y económica probablemente no les van a conceder.
La burocracia y la tecnocracia tienen muy poco que ofrecer, porque proceden con la lógica de no abandonar los supuestos dados. La inteligencia innovadora y libre es la capacidad de salirse fuera de los supuestos. Lo cual no quiere decir que pueda improvisarse. Representa el fruto de una previa formación teórica y práctica muy exigente, detectable hoy en grupos minoritarios de españoles que se encuentran en los inicios de su andadura pública. Les está vetada su deseable incorporación a los partidos políticos, que velan para que nadie perturbe su confortable mediocridad.
Si son inconformistas, tampoco encontrarán un lugar al sol de los poderes económicos consolidados. Su impulso ha de ser el propio de una fuerza emergente que no pida permiso para comparecer en el espacio social. No necesitan patronazgo, sino capacidad de acogida, comprensión y generosidad.
Un inicio de propuesta como la que acabo de hacer será probablemente tachada de algo visionaria y en exceso optimista. Constituiría en tal caso una manifestación de que el aparente pesimismo no se debe a un estado emocional enfermizo sino, paradójicamente, a una visión esperanzada de la persona y la sociedad.
[Via Gaceta]
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