Alejandro Navas escribe sobre el reciente caso de nepotismo de Sarkozy. Por desgracia, no es el primero que se puede señalar en Francia, y menos en otros lugares, en donde los políticos situados sitúan a parientes, amigos y bienhechores (por aquello de la confianza o de las deudas) en cargos con responsabilidades que suelen estar por encima de las capacidades de esos allegados. Un descaro que no dice nada bueno de cómo se entiende y se practica hoy la política y la administración de la cosa pública...
Lo escrito por Alejandro Navas:
“Quiero que se valoren mis acciones y logros, no mi partida de nacimiento”, declaraba Jean Sarkozy a propósito del escándalo suscitado en Francia al hacerse público que su padre quería nombrarlo presidente del EPAD, la empresa pública que gestiona uno de los barrios comerciales más grandes de Europa. Las 2.500 empresas que tienen ahí su sede ocupan 3,3 millones de metros cuadrados de oficinas, donde trabajan 150.000 personas.
Sarkozy padre tiene planes ambiciosos para esa zona: en el contexto del “Gran París” quiere ampliarla con 320 hectáreas del municipio vecino de Nanterre. Al parecer, nadie mejor que su propio hijo para acometer esa expansión. En una entrevista a Le Figaro el presidente francés justificaba su propósito: “¿Es que hay una edad mínima para ser competente?” Defendía con energía el “rejuvenecimiento de las élites políticas” y hacía notar que su hijo “ha trabajado enormemente”.
No he podido evitar pensar en tantos padres que defienden con igual ardor a sus hijos escolares frente a la “desmedida exigencia” del sistema educativo. El enorme esfuerzo de Jean Sarkozy no le ha permitido aprobar los exámenes para pasar a tercer curso de Derecho, y de momento, a sus 23 años, continúa en segundo (“repetir” sería un término políticamente incorrecto).
En Francia, como en tantos otros países -incluido el nuestro-, ese tipo de nepotismo se ha hecho tradición. Chirac tenía contratada a su hija Claude como asesora de comunicación. “Nunca sin mi hija” era su justificado apodo. Mitterrand también nombró asesor a su hijo Jean-Christophe; “Papá me ha dicho”, como era conocido públicamente, se encargaba de las relaciones con los países africanos.
El escándalo en torno a los Sarkozy ha estallado con tanta intensidad por la flagrante contradicción con el programa formulado por el presidente al llegar al poder: trabajar con todas sus fuerzas por una “república irreprochable”, lo que incluía nombrar los altos cargos del gobierno en función de la cualificación y el mérito. Las críticas se han multiplicado desde todas las posiciones, y por una vez el arrogante Sarkozy se encuentra acosado y a la defensiva.
La presión ha sido tan fuerte que finalmente su hijo se ha visto obligado a renunciar a ese cargo. Alegra ver cómo incluso la opinión pública más dócil y aletargada puede llegar a despertar un día. Hasta el momento parecía que el presidente francés podía hacer y deshacer a su antojo, con el silencio y la complicidad de unos medios de comunicación sometidos al poder.
La elección de los gobernantes idóneos ha sido siempre una de las cuestiones centrales de la reflexión y la práctica políticas. ¿Cómo asegurar que los mejores, es decir, los más competentes y honestos, llegan al poder? Y antes que eso, ¿cómo identificarlos? Y supuesto que se consiga, ¿cómo lograr que se interesen por la cosa pública?
Platón, uno de los primeros filósofos políticos de la historia, propone que gobiernen los sabios. Platón era filósofo, pero no ingenuo: añade a continuación que esos gobernantes deberán renunciar a una familia propia y a todo patrimonio. Como se ve, el nepotismo y la corrupción no son de ahora. Para la elección de los candidatos adecuados nuestro filósofo no tiene una solución racional y termina dejándola en manos de la suerte, en la espera de que el destino haga surgir gobernantes a la altura de las circunstancias.
Dos mil quinientos años después no hemos encontrado una respuesta mejor. Muchos líderes políticos siguen primando la lealtad por encima del mérito -los colaboradores valiosos, con criterio propio, pueden llegar a convertirse en rivales peligrosos-, y los lazos de parentesco constituyen la mejor red de seguridad. Nos queda al menos el consuelo de poder criticar abiertamente a esos padres que, cegados por la sangre, quieren perpetuarse en hijos incapaces.
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