Publica hoy Cristina Falkenberg, en El Confidencial, una interesante reseña del libro de Rafael Navarro-Valls, Entre la Casa Blanca y el Vaticano. Resulta interesante -entre otras cosas- por dos razones:
Una, el contenido del mismo texto de la reseña, en el que se destaca con razones la cuestión del laicismo, o del clericalismo laicista, como un mal cívico y político que aqueja en especial a España, según el proceder del actual gobierno.
Otra, quizá marginal a este asunto, quizá no, que consiste en el penoso panorama que ofrecen algunos comentarios que aparecen al pie del texto de Cristina Falkenberg: textos cubiertos por el anonimato, con buena provisión de carácter insultante. ¿Es esto realmente la "web 2.0": desfogues e improperios anónimos?
Mejor prestar atención a unos párrafos del texto:
Cierto: el Estado ha de ser laico. Sólo el Estado laico “garantiza a todos el espacio para proponer libremente su concepción del hombre y de la vida social”. En el caso de España, la palabra “garantizar” es además la palabra correcta porque el artículo 16.1 de nuestra Constitución dice que “se garantiza la libertad ideológica, religiosa y de culto…” lo cual no quiere decir que simplemente se tolerará, sino que de manera activa, el Estado, a través los poderes públicos, se asegurará de que cada uno pueda creer lo que le plazca sin que otro se lo impida. “Pero si lo que pretende el Estado laico es imponer por vía mediática o legislativa la ideología propia de algunos gobernantes, entonces está dejando de ser laico: se transforma en un Estado propagandista”, dice Navarro-Valls, “lo cual es no sólo una contradicción jurídica; es sobre todo un ingenuo error”.
Últimamente, bajo el rótulo del Estado laico lo que nos hemos encontrado no es una garantía de la libertad ideológica de cada uno, sino justo lo contrario: un estado laicista, una especie de “teocracia sin dios”, un Estado ideocrático y tiránico, una posición que “olvida que un Gobierno puede dirigir la sociedad, pero no puede crearla. […] El problema estriba en que algunos sectores políticos entienden que el Estado debe resumir en sí todas las verdades posibles [...transformándose en…] custodio de un determinado patrimonio moral (que suele coincidir con los llamados nuevos valores emergentes) y que le confiere poderes ilimitados. Esta visión recuerda al estado teocrático… una variante de la pretensión del emperador en los tiempos de Roma o de la sacralización del poder en el medievo”.
Ya traté de Rafael Navarro-Valls, y este libro en “Entre la Casa Blanca y el Vaticano”. No está de más insistir, sobre todo si la reseña -como ésta- está muy bien razonada.