El Día Internacional del Libro se conmemora hoy porque se suele decir que ese día 23 de abril, de 1616, fallecieron los dos más grandes escritores de la literatura universal: Cervantes y Shakespeare.
Aunque la precisión historia dice otra cosa: Cervantes falleció el 22 y fue enterrado el 23, mientras que Shakespeare (entonces Inglaterra se regía por el calendario juliano), en realidad murió el 3 de mayo.
En todo caso, resulta más lógicamente poético mantener la coincidencia del día 23 de abril, y así hemos llegado al "Día del Libro", propuesto por la Unión Internacional de Editores y presentado por el gobierno español a la Unesco. En 1995, se aprobó proclamar el 23 de abril de cada año el "Día Mundial del Libro y del Derecho de Autor".
De lo leído hoy a este propósito, me quedo con lo escrito por Enrique García-Máiquez, Esperanza de vida: las edades de los escritores. Es un brillante artículo (el autor lo califica "de primera necesidad") que habla de la juventud de Shakespeare y la madurez (casi vejez) de Cervantes, sin olvidar al Dante escribiendo nel mezzo del cammin di nostra vita...
Entresaco unos párrafos, para deleite del lector:
... la edad, qué importa. Hay talentos precoces y frutos tardíos, que, según Menéndez Pidal, caracterizan de forma específica la historia y la literatura española. La obsesión por cerrar nóminas generacionales sobre la marcha o por detectar qué es “lo que se lleva”, como si eso —más allá de una indigestión de hegelismo— tuviera un plus de legitimidad y prestigio, desconoce la experiencia de que muchos escritores empiezan tarde o rompen después. (...)
Habría que ir desplegando esquemas y haciendo subdivisiones y milimetrando matices, por supuesto, porque no es lo mismo el escritor que ha publicado toda su vida y que, de pronto, de mayor, empieza a hacerlo magistralmente, que el que se sienta a escribir por primera vez ya de anciano, que el que lo estuvo haciendo toda la vida, pero secretamente, y sólo en la última edad puede publicar o se atreve.
El primer caso, el de los esplendorosos frutos de otoño, o de invierno, sería el de Cervantes, pero también el de don Ramón Menéndez Pidal, al que Julián Marías le hizo notar que desde los ochenta años había empezado a escribir realmente bien. Don Ramón le confesó tímidamente: “Antes no me atrevía”. (...) Unamuno rompe en poeta con 44 años y José Jiménez Lozano se estrena con 62 años.
El segundo caso, sería el paradigmático. Un ejemplo lo tenemos en Fray Benito Jerónimo Feijoo. Aunque la finura de su mente se dejaba sentir en su conversación, no publicó nada hasta los 49 años (...) Quizá el más citado e inconscientemente envidiado (para colmo era príncipe) sea el de Lampedusa. Se pasó la vida posponiendo el momento de escribir la breve novela que le rondaba la cabeza, a medias por humildad y a medias por indolencia, muy aristocráticas ambas, pero tuvo tiempo de hacerla frisando los noventa años, para suerte de todos.
(...) El escritor tardío a menudo es mujer, porque en buena parte de los casos ellas ponen a la vida por delante de la literatura o porque no sienten las ansias de reconocimiento que espolean a los varones. Así, el caso, explícitamente reconocido, de María Victoria Atencia. O el de la baronesa Blixen, Isak Dinesen. La escritora danesa nació en 1885 y, aunque había publicado alguna cosita suelta, sólo empezó en serio en 1937 con Siete cuentos góticos. Para no salirnos de la aristocracia, recordemos a la condesa de Segur, que empezó a escribir para sus nietos casi a los 60 años.
(...) Baste, para los objetivos de este artículo de primera necesidad, el recuerdo de que no sólo entre jóvenes anda el juego. Mario Quintana lo dijo mejor: “Sólo hay dos edades: o se está vivo o se está muerto”. Estamos, por tanto, en la primera edad. Que dure.
Y que la buena lectura, amén de la buena escritura, dure también entre los vivos.
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