Se acerca el momento
en que el Gobierno de Mariano Rajoy tramitará su anunciada reforma de la ley
del aborto y los ánimos se van encrespando.
El ministro Alberto Ruiz Gallardón había
asegurado que la propuesta del Gobierno estaría lista antes de final de marzo.
Los grupos pro-vida, que salieron a la calle en los últimos días del mes pasado
y a comienzo de abril para celebrar el Día Internacional de la Vida, no dejaron
de echar en cara al Ejecutivo el reiterado incumplimiento de los plazos que él
mismo había ido fijando. Por fin, en declaraciones a la cadena SER no mucho después,
el ministro en persona asegura que no debe haber ninguna duda de que el
Gobierno cumplirá el compromiso electoral de reformar la ley del aborto, según
el criterio del Tribunal Constitucional. La reforma culminará en el momento en
que concluya el trabajo que están elaborando el Ministerio de Justicia y los
expertos que le ayudan.
La respuesta de la
oposición no se hizo esperar. Elena Valenciano, vicesecretaria general del
PSOE, disparaba la artillería pesada en el desayuno del Foro de la Nueva
Economía el 16 de abril: “Los obispos y el PP se han vuelto a poner de acuerdo
para cercenar la libertad de las mujeres… No vamos a consentir que a estas
alturas los obispos sigan imponiendo su moral al conjunto de la ciudadanía, y
mucho menos que limiten de nuevo la libertad de las mujeres… Si el Gobierno, de
la mano de la Iglesia Católica, como ayer anunciaron Rouco y Gallardón,
modifica la ley del aborto para limitar la libertad de las mujeres para
decidir, como ya anunció Alfredo Pérez Rubalcaba en el congreso de Sevilla, el
Partido Socialista señalará la necesidad de modificar la relación con la Santa
Sede”.
Los presentes entendieron que el PSOE amenazaba con la denuncia de los
acuerdos del Estado español con la Santa Sede, de 1979. La edición digital de El Mundo titulaba el 17 de abril: “El
PSOE, a la guerra por el aborto”.
No obstante, la misma Elena Valenciano ponía
en su sitio esas belicosas declaraciones al comentar a una correligionaria suya
a la salida del desayuno: “No hay como soltar un bombazo para que no te
pregunten nada más. Ni Pere Navarro, ni libertad para decidir, ni referéndum…”.
Pero incluso sin esta reveladora clave hermenéutica, proporcionada por la misma
autora, habría que relativizar un tanto el “bombazo”: por supuesto que cabe denunciar
los acuerdos con la Santa Sede, pero hacerlo corresponde al Gobierno. El PSOE
tendrá que esperar tres años y ganar las próximas elecciones para poder
hacerlo.
Airear apolillados
fantasmas anticlericales sin fundarse en argumentos racionales ha sido siempre
un recurso cómodamente utilizado por la izquierda española. Podríamos pensar
que se trataba de algo intelectualmente superado, pero parece que no es así.
Seguramente ni siquiera los líderes socialistas se creen esas viejas consignas,
pero pueden servirles como maniobra de distracción y coartada para el
inmovilismo. A falta de razones convincentes, no está mal un poco de demagogia
efectista.
Decía el viejo tópico que los españoles siempre habían ido detrás de
los curas, con el cirio en la mano y en actitud servil, o con el garrote y en
actitud agresiva.
Va siendo hora de encontrar una vía media, más civil, que
evite los extremos de “muerte a los curas” y de “los curas al mando”. De todos modos, cuando el
PSOE resucita ese periclitado discurso, no hace justicia a la realidad actual:
no se puede decir que el PP sea la longa
manus de los obispos. Son conocidos los desencuentros entre las cúpulas de
la Conferencia Episcopal Española y del Partido Popular.
En el mismo momento en
que el presidente Rajoy se entrevistaba con el Papa Francisco, el cardenal
Rouco manifestaba con toda claridad su disgusto por la política del Gobierno en
asuntos de gran relevancia moral: aborto, matrimonio homosexual, familia,
educación.
No estamos ante un repentino exabrupto de un cardenal con la lengua
demasiado suelta. Se trata de aspectos fundamentales de todo ordenamiento
social, que han sido desde siempre tema preferente en el discurso moral de la
Iglesia. A nadie puede sorprender que el Papa y los obispos se pronuncien sobre
estos asuntos, en general y en particular, haciendo referencia a las
circunstancias concretas de tal o cual país. Se equivoca El País, molesto con el pronunciamiento del cardenal, cuando
concluye su editorial del 17 de abril diciendo: “Hora es también de que la
Iglesia se dedique a sus asuntos”. El estatuto legal del aborto lo ha sido
siempre, en España y en el resto del mundo.
Como es obvio, la
Iglesia proclama su doctrina para los fieles y para todo aquel que quiera
escuchar, como hacen tantos otros actores sociales. La libertad de expresión
constituye uno de los logros más preciosos del régimen democrático, de modo
particular cuando permite dar voz a los que no piensan como uno.
La doctrina
social católica integra un conjunto de enseñanzas sistemático y bien
argumentado, que ha encontrado acogida en los más diversos ambientes culturales
y políticos. Sería frívolo descalificarla a la ligera, pues pocas instancias
hay en el mundo tan expertas en humanidad como la Iglesia. Sus pastores no
quieren ni pueden imponer nada a nadie: la verdad se ofrece, se propone
debidamente argumentada y debe ser aceptada con libertad.
Es tarea de los
ciudadanos y políticos católicos vivir su compromiso ciudadano de forma
coherente con su fe, algo que puede resultar más o menos difícil según las
circunstancias de cada momento. Como ha puesto de relieve el politólogo Samuel
Huntington al explicar el triunfo y la difusión de la democracia en los últimos
decenios, hay una especial afinidad entre el catolicismo y la democracia,
particularmente visible a partir del Concilio Vaticano II.
Para subrayar la
ausencia de seguidismo por parte del PP hacia la línea episcopal, Alfonso
Alonso, portavoz del grupo popular en el Congreso, afirmaba a continuación:
“Seguramente haremos una ley de aborto que no gustará mucho a los obispos. Los
obispos opinan, pero las leyes las hace el Parlamento. El PP cumplirá con el
compromiso de devolver la Ley del aborto a la senda de la doctrina
constitucional”.
No voy a sacar punta al hecho de que en el mismo instante en
que el presidente del Gobierno buscaba la cercanía con el Papa, el portavoz de
su grupo parlamentario marcaba distancias respecto del cardenal. No hace falta
que el Gobierno y el Partido Popular legislen pendientes de la aprobación
episcopal. Basta con que lleven a la práctica su propio programa electoral y
superen el viejo tic de criticar leyes socialistas desde la oposición para
mantenerlas cuando llegan al poder.
La izquierda no tiene reparos en poner todo
patas arriba cuando gobierna; en cambio, la derecha suele verse presa de una
extraña parálisis cuando asume esa responsabilidad: extraña asimetría,
perceptible tanto en el ámbito estatal como en el autonómico y en el municipal.
Resulta lamentable que en tantos aspectos importantes de la realidad social,
desde la educación hasta la sanidad pasando por el empleo, vayamos dando
bandazos en función del partido que gobierne.
Sería deseable un poco más de
estabilidad, no hay país que soporte tanta política errática. Pero mientras
llega esa idílica etapa de los grandes acuerdos de Estado entre PP y PSOE, no
estaría mal que el PP ejecutara su programa cuando cuenta con mayoría absoluta
para gobernar. Isabel Serrano, portavoz de la plataforma abortista Decidir Nos
Hace Libres, daba salida a su indignación en septiembre de 2012, ante el
enésimo anuncio por parte del Gobierno de reforma de la ley: “El PP está
incumpliendo todas las medidas de su programa excepto la reforma del aborto”. ¿Por qué no subrayar más bien que al menos en
un punto el PP ha sabido cumplir lo prometido al electorado?
Contentar al propio
electorado debería ser el Norte de la brújula de cualquier partido político. En
la problemática del aborto hay otro colectivo al que resulta crucial atender:
las víctimas, es decir, los hijos eliminados en el seno materno, y sus madres.
Así lo reconoce el PP en su programa electoral de 2011: “La maternidad debe
estar protegida y apoyada. Promoveremos una ley de protección de la maternidad
con medidas de apoyo a las mujeres embarazadas, especialmente a las que se
encuentran en situaciones de dificultad. Impulsaremos redes de apoyo a la
maternidad”.
Si el clamor de la sangre derramada por una sola víctima debería
percibirse como insoportable, mucho más
cuando hablamos de decenas de miles (no disponemos de estadísticas fiables
sobre el número de abortos practicados en España. Por motivos incomprensibles,
el Ministerio de Sanidad acepta sin más los datos proporcionados por las mismas
clínicas abortistas, cuando costaría muy poco esfuerzo comprobar esos números
con controles aleatorios, como se hace en otros países de nuestro entorno).
España se enfrenta a
formidables retos demográficos a medio y largo plazo. Según las previsiones de
la ONU y de la UE, en 2050 será el país más envejecido de la Unión. Tenemos la
esperanza de vida más alta, lo que constituye un dato positivo. Nuestro Estado
del bienestar no alcanza las cotas de los países nórdicos o centroeuropeos,
pero ofrece prestaciones más que dignas. El envejecimiento de los vivos y la
bajísima natalidad determinan un futuro sombrío: por ejemplo, será imposible
mantener las pensiones. Además, la escasez de talento juvenil se notará en los
más diversos ámbitos de la vida social: faltarán ideas nuevas y espíritu de
iniciativa, se resentirá la productividad del sistema económico, la vida
tenderá a languidecer.
En el otro extremo de Europa, Rusia muestra las
consecuencias del aborto generalizado a lo largo de casi un siglo. Se trata del
primer país del mundo que lo legalizó, en 1920, en pleno entusiasmo
revolucionario. A día de hoy registra más abortos que nacimientos. El aborto se
ha convertido en el medio anticonceptivo por excelencia, lo que constituye toda
una aberración de salud pública. Rusia pierde población y la esperanza de vida
es menor que hace sesenta años. El Gobierno está alarmado y no sabe qué hacer
para poner freno a esa sangría.
Hace unos días el Parlamento aprobó una ley que
prohíbe la publicidad del aborto. Algo es algo, aunque esa medida cosmética
poco va a cambiar la situación. Decenios de régimen comunista han dejado como
legado un profundo desprecio por la vida humana. De la mano de un autócrata como Putin, Rusia
pisa fuerte en el escenario internacional, pero se trata de un gigante con los
pies demográficos de barro. No estamos en Rusia, pero en nuestro país tampoco
podemos permitirnos el lujo de perder cada año más de cien mil nacidos. Una
familia o una sociedad sin hijos están condenadas a la extinción.
La persona humana es
lo más valioso del universo y merece un respeto incondicionado, lo que se
facilita si sabemos ver en ella una representación del Absoluto. Los marxistas
Theodor Adorno y Max Horkheimer ya advirtieron que, en última instancia, el
argumento decisivo contra el homicidio es de carácter religioso.
Hablar de
fraternidad humana sólo tiene sentido si somos hijos de un Padre común. La mera
solidaridad biológica entre miembros de la misma especie no garantiza una
convivencia verdaderamente humana, no impide una consideración utilitaria del
otro y de la sociedad en su conjunto. Poner coto a la terrible plaga del aborto
sería un paso decisivo en orden a construir una sociedad a la altura de la
persona.