Recibo de Alejandro Navas el texto que sigue. En el correo dice: "Desde siempre me han llamado la atención las incoherencias o paradojas perceptibles en nuestra sociedad. En esta ocasión, relativas a algo tan fundamental como el estatuto de la vida."
No falta ni sobra una palabra. Este es el texto:
Por fin tenemos un “caso Gosnell” con todas las de la ley. Los grandes medios de comunicación anglosajones no han podido guardar silencio por más tiempo y acaban de hacerse eco de la sentencia judicial que condena al abortista de Filadelfia.
El jurado popular lo ha declarado culpable del asesinato de tres bebés nacidos tras abortos fallidos, del homicidio involuntario de una paciente que falleció a causa de una anestesia mal administrada y de otros delitos menores. La acusación pretende ahora conseguir la pena de muerte.
Este caso resulta espeluznante y deja chiquito al guionista de películas de terror más morboso. Omito los detalles por respeto a la sensibilidad del lector. La sensibilidad no es precisamente el rasgo de carácter más propio de Gosnell, que se había especializado en abortos por nacimiento tardío: cuando se disponía a romper la columna vertebral de un feto de treinta semanas –el bebé A del sumario--, el “doctor” Gosnell bromeó, declarando que era “tan grande que podría ir por su propio pie a la parada del autobús”.
El “caso Gosnell” reunía las condiciones para interesar, incluso apasionar, a la opinión pública. Llama la atención el silencio del establishment mediático, compensado por la ebullición de las redes sociales. Si se introduce su nombre en Google, aparecen más de trescientos millones de entradas. Una vez más, Internet ha tomado la delantera a los medios tradicionales.
Ese sorprendente desinterés se atribuye a su alineación mayoritaria con la postura abortista –pro choice, en Estados Unidos--: Mejor callar antes que airear un caso que podría suministrar munición al enemigo. Había el temor, confirmado por la realidad de estos días, de que un caso tan terrible podría reabrir el debate en torno al aborto en términos menos favorables.
Cuando se cumplen cuarenta años de la sentencia Roe vs Wade, que lo legalizó en Estados Unidos, se contabilizan en ese país unos cincuenta millones de abortos. “Incidentes” como el de Gosnell no constituyen la mejor manera de celebrar un aniversario redondo.
Los norteamericanos apenas se estaban reponiendo del shock causado por Gosnell cuando tienen que asomarse a una segunda casa de los horrores: la de Ariel Castro, en Cleveland, donde retuvo durante más de diez años a tres jóvenes secuestradas previamente. Esas mujeres fueron víctimas de un maltrato inimaginable.
Los detalles que vamos conociendo poco a poco nos dejan sin palabras para describir tanto horror. Por ejemplo, Castro violó repetidamente a una de las chicas, que en tres ocasiones quedó embarazada. Pero le propinó tales palizas y le hizo pasar tanta hambre, que perdió a los bebés. Al igual que sucedió con Kermit Gosnell, el progresivo conocimiento de la trayectoria de Ariel Castro nos indigna. Incluso sus propios hermanos, Pedro y Onil, se distancian de él y piden el castigo más severo: “Es un monstruo, que se pudra en la cárcel”.
Con Castro no ha habido muro del silencio: los medios de comunicación están desplegando todos sus recursos para asegurar una cobertura exhaustiva, con la única reserva, por fortuna, del respeto debido a la intimidad de las víctimas y de sus familias.
El fiscal de Cleveland apura las posibilidades legales y busca procesar a Ariel Castro por los crímenes más odiosos, para causar la “debida” impresión en el jurado. Va a acusarle de tres asesinatos, es decir, considerará personas en sentido jurídico a los fetos abortados por su víctima y pedirá la pena de muerte.
Comprendo al fiscal –aunque me opongo a la pena máxima--, pero advierto cierta incoherencia en su alusión al carácter personal de esos fetos.
El estatuto personal no se les ha reconocido a los cincuenta millones de fetos abortados en Estados Unidos en los últimos cuarenta años. Desde el punto de vista del feto y su destino humano cercenado, da igual que practiquen el aborto personal sanitario acreditado, un carnicero sanguinario como Kermit Gosnell o un depravado como Ariel Castro. Para las víctimas no hay diferencia entre unos y otros. A nosotros debería pasarnos lo mismo, pero no parece ser así.
Si quien actúa es un criminal situado en el punto de mira de la fiscalía y de la opinión pública estaremos ante un asesinato.
Si el aborto se realiza para tranquilizar a padres atribulados (y engordar la cuenta de resultados de las empresas del sector) y lo lleva a cabo personal sanitario respetable, hablaremos de “interrupción voluntaria del embarazo”, “regulación menstrual”, “reducción embrionaria” o de la “eliminación del producto de la concepción”. Recurrimos al eufemismo para intentar ocultar tanta sangre derramada.
Hay aquí mucha hipocresía y demagogia y poco respeto a la vida de los concebidos y no nacidos. Según conviene, les negamos o les devolvemos la condición de persona: la arrogancia se alía con la crueldad. Eso sí, arrogancia y crueldad amparadas por la ley.
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