Alejandro Navas plantea, con datos, el estado de confusión que en el ámbito público de la sociedad circula junto a (o promovido por) las protestas sanitarias.
No está claro si lo que realmente está en juego es el servicio a los enfermos o necesitados de asistencia médica y hospitalaria, o el hecho de que los dineros públicos que proporcionana los impuestos sean destinados a garantizar o gestionar esos servicios en empresas o instituciones públicas o privadas. Hay pocos razonamientos y demasiados argumentos maniqueos en el enfrentamiento de lo público y lo privado.
Guardo en la memoria el caso de un político de alto nivel decisorio que -siendo socialista- no sólo promovía por cuestiones ideológicas la sanidad pública, sino que impidió que la seguridad social enviara enfermos a hospitales privados, aunque eso supusiera un retraso en su atención médica. Pero cuando un pariente cercano cayó enfermo, lo envió directamente -evitando que esto se supiera- a ser atendido en un hospital privado...
Cosas de la vida considerada en abstracto y de la vida concreta que cada cual vive, que no siempre son fáciles de gestionar con los mismos criterios.
No se pierdan el texto que envía Alejandro Navas sobre este asunto:
Los manifestantes que defienden la sanidad pública frente al proyecto privatizador de la Comunidad de Madrid están a punto de convertirse en un elemento habitual del paisaje capitalino. Las batas blancas del personal sanitario constituyen una especie de marea que invade de modo regular el centro de la ciudad.
Los sanitarios denuncian, en la calle y en los tribunales, esa privatización, que –arguyen-- amenaza con sacrificar nuestro modesto Estado del bienestar en el altar de oscuros intereses capitalistas.
El Gobierno invoca los consabidos argumentos de eficiencia y racionalidad, inexcusables en tiempos de vacas flacas. A su vez, la oposición denuncia el desmantelamiento de la asistencia pública al servicio del mercantilismo: en medio de la profunda crisis que atravesamos, ve esa política sanitaria como una dolorosa amputación. Apenas habíamos conseguido ingresar en el selecto club de los Estados del bienestar, viene la derecha a privarnos de esos servicios sociales; da igual que esa política inhumana obedezca a los imperativos de Bruselas, del gran capital o de las despiadadas inclinaciones de nuestros dirigentes. Un clamor de indignación recorre la calle.
En España resulta muy difícil debatir sobre los grandes asuntos de la política sanitaria –o educativa-- sin contaminación ideológica: se comprende, dada la importancia económica de ambas partidas presupuestarias, las más voluminosas de las cuentas públicas. Pero esa dificultad refleja nuestra incapacidad para discutir con serenidad y con un mínimo de objetividad. En Parlamentos, medios de comunicación y foros sociales se intercambian más insultos y descalificaciones que argumentos razonados.
Sin pretender entrar en el fondo del presente debate, quisiera referirme a un par de cuestiones que llaman la atención.
Por lo que se refiere al Gobierno, más allá de las razones que invoca para justificar las privatizaciones, habría que echarle en cara la infeliz política sanitaria de Esperanza Aguirre al frente de la Comunidad de Madrid. Descartó la creación de una red de ambulatorios de barrio, como aconsejaban la lógica sanitaria y los estudios que encargó su gabinete, para construir grandes complejos hospitalarios, mucho más rentables desde el punto de vista de la imagen.
Esa red de hospitales se ha vuelto insostenible. Dado que suprimir o reagrupar servicios y despedir al personal sobrante implica un elevado coste político, que el Ejecutivo no quiere asumir, opta por la semiprivatización. Las empresas adjudicatarias heredarán “el marrón” y procederán al inevitable reajuste. Detrás de una cascada de palabrería grandilocuente o de tecnicismos enrevesados se encuentran con frecuencia realidades tan simples como esta. Hablamos de Madrid, pero el despilfarro en el gasto público no es un mal exclusivo de esa comunidad.
En cuanto a los funcionarios, la situación es ambigua. Sufren de modo doloroso los efectos de la crisis; por cuarto año consecutivo ven congelados sus salarios, lo que implica una pérdida de poder adquisitivo en torno al 15%. Y, sin embargo, prefieren sobrellevar mal que bien ese recorte a perder el empleo, como les ha ocurrido a cuatro millones de trabajadores durante estos años. En el conjunto social, la situación de los empleados públicos sigue siendo privilegiada.
Importa mucho ver cómo plantean ellos su propia asistencia sanitaria. Consultemos la Memoria de MUFACE de 2012. El colectivo que disfruta la atención sanitaria a cargo de este organismo público estaba compuesto a 31 de diciembre de 2012 por 1.541.820 personas, de las que 967.894 eran titulares (es decir, funcionarios) y 573.926, beneficiarios (parientes de los titulares). Para su asistencia sanitaria, ese millón y medio largo de mutualistas puede optar entre el Sistema Sanitario Público o el sector privado.
¿Cuál eligen los miembros de MUFACE? El 81,92% (1.257.449) opta por la sanidad privada (MUFACE tiene suscritos convenios con cinco entidades asistenciales) y tan solo el 18,08% (277.538) prefiere el sistema público. Empleo mal el término “prefiere”: en bastantes casos se trata de una opción obligada por la ausencia de un centro privado en las cercanías del lugar de residencia de los afectados. El colectivo de empleados públicos se encuentra, en conjunto, en una situación privilegiada: eligen la prestación privada con financiación pública.
Los funcionarios de Sanidad, dependientes de las autonomías, no pueden utilizar los servicios de MUFACE y deben acudir a la sanidad pública. ¿Cómo se explica que, a diferencia de los funcionarios nacionales, rechacen la sanidad privada? ¿Estarán hechos de otra pasta?
Cabe que ese personal sanitario intuya que la gestión privada de sus centros de trabajo se va a traducir en una mayor exigencia, pues la productividad del sector público deja mucho que desear. Si fuera así, no me parece mal que se instaure en los hospitales una mayor disciplina laboral. Una organización del trabajo más eficaz redundará en una mejor atención de los pacientes.
La contraposición público-privado simplifica burdamente el debate, y lo falsea. Lo que la ciudadanía demanda y se merece son servicios públicos eficientes y no rancios debates ideológicos.
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