Alejandro Navas envía este texto en el que -como buen académico entre admirado y reconciliado con los millonarios del glamour- nos cuenta cómo Johann Rupert, un floreciente y multimillonario empresario sudafricano de artículos de lujo, se toma un año libre... para leer libros.
Aún queda la esperanza. Lean:
En el sector del lujo no hay crisis. Cuando sobrevino el cataclismo financiero en 2008 hubo un momento de desconcierto y espera, lo que se tradujo en un mal año, pero la recuperación llegó enseguida. A partir del 2009 las firmas de objetos de lujo prosperan como nunca. Los nuevos ricos de Extremo Oriente y de Europa del Este gastan sin límite, mientras que el mercado occidental se mantiene.
Son tres las empresas multinacionales que lideran el sector. A la cabeza, la francesa LVMH, seguida por dos compañías suizas, Swatch y Richemont. Esta última pertenece a la familia sudafricana Rupert. La preside en la actualidad Johann Rupert, de 62 años. Su padre, Anton, comenzó en 1948 con una tienda de tabaco y en dos generaciones ha surgido un conglomerado que de enero a septiembre de 2013 ha facturado más de cinco mil millones de euros, con un beneficio de casi 1.200 millones.
Se comprende, pues las compañías que integran el grupo son como las perlas de un collar de lujo: Cartier, Vacheron Constantin, A. Lange & Söhne, Piaget, Montblanc, Alfred Dunhill, Chloé, entre otras. Con Ralph Lauren ha creado una empresa mixta para la fabricación de relojes y joyas.
Los diferentes campos en que trabaja –complementos, relojes, útiles de escritorio, moda, etcétera- no se llaman, como es usual en el ámbito empresarial, business units (unidades de negocio), sino maisons (casas). Richemont no acude a las ferias del sector, sino que organiza su propia exposición anual en Ginebra para presentar sus novedades. El ambiente que rodea sus empresas destila glamour y exclusividad.
Johann Rupert aplica en privado la pauta de discreción que caracteriza a Richemont. Con su mujer Gaynor y sus tres hijos lleva una vida tranquila, alejada de escándalos y estridencias. La revista Forbes valora su fortuna personal en 7.000 millones de dólares, el segundo sudafricano más rico. Vive entregado al trabajo y evita cuidadosamente los focos de la opinión pública.
Tras veinticinco años dedicado en exclusiva a desarrollar el grupo, sorprendió a todos recientemente al anunciar que se tomaba un año de vacaciones. ¿Qué va a hacer Rupert durante ese sabático? Se suponía que practicar el golf, su deporte favorito. Pero él mismo ha anunciado sus planes: se propone leer unos cincuenta libros y, tal vez, viajar a la Antártida.
¡Un empresario exitoso y multimillonario que se toma un año libre para leer libros! Un gesto así nos reconcilia, siquiera parcialmente, con la jet set: no todo está perdido.
La relación de los académicos e intelectuales con el poder y el dinero ha sido casi siempre problemática. La gente de letras, los que trabajamos con palabras y tenemos poca experiencia práctica, admiramos en el fondo a los hombres de acción, que adquieren riqueza y poder, justo lo que nosotros no tenemos.
Y nos indigna comprobar que con frecuencia esos recursos están en manos de gente de escaso talento, auténticos “burros de oro”. Nos molesta que se pueda triunfar en los negocios o en la política sin haber leído apenas. Sin ir más lejos, Adolfo Suárez, cuya estatura política se acrecienta con el paso del tiempo, declaró que nunca en su vida había leído un libro hasta el final. No le hizo falta para pilotar la transición a la democracia.
El desigual reparto de talento y dinero puede generar resentimiento hacia los poderosos; o, para que nos acepten en sus círculos exclusivos, llevarnos al servilismo y la adulación. Ambas partes ganan con esa aproximación: para los ricos y potentados somos unos apreciados elementos decorativos. Con nuestro ingenio y agudeza podemos amenizar veladas y recepciones, al modo de los bufones en las cortes medievales. Los intelectuales, por su parte, se benefician materialmente y pueden imaginarse que influyen con su consejo en la gestión de la economía o de la cosa pública.
Me reconforta saber que el ideal de un multimillonario como Johann Rupert es disponer de tiempo para leer.
Estoy convencido de haber escogido la mejor parte cuando me incliné por la carrera académica: una vida de lectura y de estudio, de reflexión y de conversación con colegas y alumnos. Además, nada hay tan gratificante como servir de estímulo en el proceso de maduración de los estudiantes. Estamos lejos de los centros del poder y de la economía, pero no tenemos por qué envidiar a los ricos y poderosos. En los libros y en la conversación acerca de su contenido se esconde una riqueza incomparable.
Todavía persisten los ecos del reciente informe PISA y del debate que acompañó la tramitación de la LOMCE. Políticos y tecnócratas educativos pueden discutir de modo interminable sobre planes de estudios y reformas estructurales. No deberían olvidar, sin embargo, que la clave del futuro de la educación radica en la lectura: si consiguiéramos que los niños leyeran, estaríamos salvados.
Leer libros constituye un lujo para alguien como Johann Rupert; para los demás se trata de una necesidad básica.
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