Me llega el relato y las consideraciones de Alejandro Navas sobre el rescate del espeleólogo Johann Westhauser que publica en el Diario de Navarra. Quizá al ciudadano medio no nos sonaba el nombre, aunque vagamente sabíamos de la aventura de su rescate de la cueva Riesending.
Alejandro nos hace caer una vez más en la cuenta del valor de cada vida humana. En este caso, la de una persona concreta, en circunstancias extraordinarias. Un valor que, recuerda, difícilmente se aprecia sin el hábito de tenerlo en cuenta en las circunstancias ordinarias, en el día a día de la vida más o menos escondida de cada día.
Johann Westhauser acaba de abandonar la Clínica de Urgencias de Murnau, en Baviera, apenas dos semanas después de su rescate de las profundidades de la cueva Riesending. El traumatismo craneal que sufrió a casi mil metros de profundidad le causó dificultades motrices y en el habla, pero las ha superado con rapidez sorprendente. El breve comunicado oficial de la Clínica habla de su extraordinaria recuperación: no está todavía completamente curado, pero terminará la rehabilitación desde su casa en las afueras de Karlsruhe.
Es lógico que su salida de la Clínica haya merecido menos atención mediática que su salvamento de la cueva. La opinión pública europea siguió con la máxima atención las peripecias de ese rescate de los superlativos.
Riesending es la cueva más larga y profunda de Alemania (su nombre significa “cosa gigante”), dotada de todos los ingredientes para un escenario de película: galerías interminables -algunas muy estrechas-, cañones llenos de agua turbulenta, cascadas altísimas, pozos profundos.
Se entiende que Riesending haya atraído el interés de los mejores espeleólogos, y Westhauser pasa por ser uno de los más competentes. Nada hay en él de la imprudencia de un aficionado novel o de uno de esos urbanitas adinerados y aburridos que se exponen a riesgos extremos para provocar la liberadora descarga de adrenalina.El rescate de Westhauser ha batido todos los records. Intervinieron en él más de 700 personas, 202 de ellas especialistas en rescates subterráneos venidos de Alemania, Italia, Austria, Suiza y Croacia. Ninguno de los países alpinos disponía por sí solo de las personas y el material necesarios. La coordinación fue ejemplar. Al fondo de la cueva bajaron espeleólogos, médicos y otros especialistas.
Además de prestarle asistencia médica in situ –ese tipo de traumatismo craneal requiere normalmente la hospitalización inmediata---, hubo que montar un sofisticado sistema para transportar la camilla con el herido, de modo que sufriera lo menos posible con el movimiento. Para asegurar la comunicación con el exterior, técnicos suizos instalaron el Cave Link, una especie de emisora, gracias a la que Westhauser pudo hablar con su familia.
Los que bajaron al fondo de la cueva, espeleólogos incluidos, corrieron un riesgo patente, pues las condiciones eran claramente adversas. Seis médicos con experiencia en cuevas se turnaron, de modo que hubiera siempre uno junto al enfermo. Especialistas en minería trabajaron para facilitar el desplazamiento a lo largo del recorrido que debía hacer el equipo de rescate. El traslado mismo requirió un esfuerzo ímprobo y generó momentos de gran tensión.
El despliegue logístico fuera de la cueva resultó impresionante. Diez veces al día, unos helicópteros de la policía alemana habían de subir personas y material diverso a la entrada de la gruta. Como sabemos de la experiencia militar, detrás de cada combatiente en el frente hay otros muchos que integran la cadena logística.
En la gestión de la crisis y en la cobertura informativa sobre el rescate ha predominado el interés humanitario; todos estaban de acuerdo en no ahorrar esfuerzo para salvar a Westhauser. No faltaron, sin embargo, quienes cuestionaron tanta dedicación: hablaban del riesgo corrido por los rescatadores, se aludió también al elevado coste económico.
¿Se justificaba un gasto tan desmesurado para salvar a una persona, que además se había puesto voluntariamente en esa situación peligrosa? En principio, el Estado alemán se ha hecho cargo de los gastos ocasionados, aunque gran parte del material fue aportado por los propios socorristas. A la vez, han ido llegando donativos de toda Europa.
Todos coinciden en calificar esta operación como un hito excepcional en la historia de los rescates alpinos. Los especialistas reconocen que una prueba extrema como esta trae beneficios añadidos; por ejemplo, a los neurólogos les ha revelado la evolución de un trauma craneal grave que no se puede tratar médicamente de modo inmediato.
Una vez más se ha puesto de manifiesto que cuando se presenta un reto extraordinario nos crecemos, damos lo mejor de nosotros mismos. La solidaridad muestra entonces expresiones heroicas. En las circunstancias cotidianas nos resulta, en cambio, más difícil mantener ese tono ético y comprometido ante la vida de los demás.
Vivir la justicia y la caridad en el trato habitual con la familia, los vecinos, los compañeros de trabajo, la gente, aunque poco aparatoso, incluso vulgar, tiene mucha más relevancia. Ante el esfuerzo extraordinario, responderá positivamente sólo el que se haya ejercitado regularmente en lo ordinario.
La hazaña deportiva que pulveriza un record sólo es posible con mucho entrenamiento previo. Y salvar Westhausers requiere gran aprecio por el prójimo. En Riesending no se rescató un cadáver: se salvó un ser humano.
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