Alex Navas publica este texto en Diario de Navarra:
LA FASCINACIÓN DEL PODER SUPREMO
“El moderno cree que todo le es posible y que todo le está permitido”. Suscribo el clásico análisis de Hannah Arendt y me propongo analizar algunas de sus implicaciones.
La modernidad entiende la libertad como emancipación. Nos libera, por tanto, de la tradición (el pasado queda obsoleto), de la naturaleza y de la realidad (que ya no son el criterio de verdad o de bondad), y, finalmente, de Dios. Ahora se trata de ampliar al máximo el número de opciones y llegar así a no privarnos de nada. “No hay Dios porque, si existiera, yo no soportaría no serlo”, decía Nietzsche. Si se admite una ley moral, el legislador será el propio sujeto, autónomo y soberano. Es la revolución del yo, convertido en la instancia fundamental.
El moderno pisa fuerte porque sabe y puede mucho. Como expuso Francis Bacon, sistematizador del método experimental, saber es poder. La ciencia tiene que ver con el conocimiento, por supuesto, pero en igual medida trata del poder, del dominio sobre la naturaleza.
El prodigioso avance de la ciencia moderna posibilita un desarrollo y bienestar nunca vistos, de los que se alimentará el mito del progreso, que conducirá a la sociedad perfecta, a la realización de la utopía. Ese talante dominador se aplicará en un triple ámbito.
En primer lugar, en el mundo físico, con la revolución industrial. La riqueza y el bienestar alcanzados no tienen parangón en la historia, pero nos pasan factura en forma de crisis ecológica: contaminación, deforestación, calentamiento global, cambio climático. Suena la voz de alarma, pues es el propio ecosistema planetario quien corre peligro.
En segundo lugar, en la sociedad como tal: ideal tecnocrático, que ve el gobierno como asunto técnico, propio de ingenieros. El Estado crece y se convierte en el actor hegemónico, que cuenta con recursos ingentes y regula hasta los menores aspectos de la vida. Anónimo, burocrático, impersonal, todo lo controla. El Estado de derecho busca, en principio, el bien de los ciudadanos, pero se puede corromper y alumbrar regímenes totalitarios, que han convertido el siglo XX en el más sangriento de la historia, con decenas de millones de víctimas. Esa poderosa maquinaria, dedicada a liquidar vidas humanas, engendra el infierno sobre la tierra. Los rostros de Stalin, Hitler, Mao, Pol Pot componen la más siniestra galería de retratos de la historia.
Por último, ese talante dominador se vuelca sobre la propia condición humana, tanto al comienzo como al final de la vida. Hemos tenido en el siglo XX la “revolución sexual”, generada por factores como la exaltación intelectual de la sexualidad desinhibida (Freud), la difusión masiva de la píldora anticonceptiva y la sexualización de los medios de comunicación –cine, televisión, publicidad, moda, internet-. Consecuencia de la banalización del sexo son los embarazos no deseados, a los que la modernidad ha respondido con el aborto legalizado y aprobado socialmente (unos mil millones en el siglo XX; entre 40 y 45 millones al año en el XXI, primera causa de muerte en la actualidad). A la vez aumenta la infertilidad, por el estilo de vida propio de nuestro mundo. En un contexto de mercado, toda demanda genera la correspondiente oferta: prolifera la industria de la reproducción asistida.
En el final de la vida encontramos la obstinación terapéutica, cuando la medicina se niega a aceptar la derrota que significa la muerte del paciente y siente la necesidad de hacer todo lo posible para alargar su vida. Y a la inversa, la esperanza de vida se prolonga de un modo inexorable: vamos a una población con más ancianos que jóvenes. El gasto sanitario se dispara y las arcas públicas están exhaustas. Si la vida de los mayores se acortara unos pocos años, el ahorro económico sería considerable: no sorprende que en este contexto empiece a difundirse la mentalidad eutanásica.
En estos cuatro escenarios observamos el mismo planteamiento: el moderno quiere, con su saber y su poder, dominar la espontaneidad natural, para destruir la vida no querida o para “fabricar” la vida deseada, para prolongar la vida o para acortarla.
No hay grupo o sociedad sin alguna forma de gobierno. Sin él, todo colectivo se disgrega. Vista su inevitabilidad, si queremos impedir que nos aplaste convendrá regular tanto el acceso a él como su desempeño. A eso ayudan la separación de poderes, la limitación temporal de su ejercicio o la creación del Estado de derecho, con el imperio de la ley y la elección democrática. El poder se asemeja al gas: tiende a expandirse y a ocupar todo el espacio disponible. Y el poder supremo, al que todos los demás están sometidos es la muerte: nadie escapa a su dominio. De ahí la permanente fascinación que la “cultura de la muerte” ejerce sobre el ser humano: quien mata se asocia al poder supremo, decide sobre la vida o la muerte de los demás, juega a ser Dios. Pero Dios no es así.
Alejandro Navas
Profesor de Sociología de la Universidad de Navarra
Pamplona, 26 de febrero 2021
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