Coinciden hoy dos colegas de escritura en blog, Javier de Navascués (El sur es el norte.
Un espacio donde se piensa en otro lugar), y Enrique Baltanás (Al margen de los días.
La bitácora de Enrique Baltanás), diciendo cosas inteligentes sobre la lectura. Sobre el oficio y beneficio de leer, siempre relacionado -por activa y por pasiva- con el de escribir.
Dice Javier hoy en "Inventario de lecturas":
"Yo leo mucho, pero luego no me acuerdo de nada". Es una frase que
todos hemos escuchado o que muchas veces hemos sentido como propia.
Pero no es cierta. En la lectura, como en la comida, todo se aprovecha.
Quien se alimenta de best-sellers, normalmente se convertirá en un
coleccionista de lugares comunes. Y si uno se procura buenos libros,
tarde o temprano y sin darse cuenta, su lenguaje y su mundo se harán
más ricos y complejos.
De todas formas, quizá es conveniente
escribir después de leer, de la misma forma que es bueno pensar algo
sobre qué es lo que nos llevamos a la boca. (...)
Decía Enrique en "La operación de leer (1 de 3)":
(...) En general, las grandes palabras, como justicia, libertad, progreso, Dios… necesitan, para ser explicadas y concretadas, no ya una entrada en el diccionario o en la enciclopedia, sino de gruesos libros y hasta de vastas bibliotecas para perfilar su sentido y reducir o delimitar su alcance, su verdadero y proteico y escurridizo significado.
Lo mismo ocurre con la palabra leer. Un verbo éste, leer, que
aparentemente no ofrece mayor dificultad para poder acotar su significación
Pero ya, en el diccionario mismo, empiezan las dificultades. Prescindiendo de los sentidos figurados, como “leer la palma de la mano” o “parece que me has leído el pensamiento”, nos encontramos con la primera acepción recta: “Pasar la vista por lo
escrito o impreso comprendiendo la significación de los caracteres empleados”. ¿Es eso leer? Claro. Lo que pasa es que leer es, o puede ser, bastante más que eso. La definición del diccionario vale para cualquier texto impreso, lo mismo el Quijote que el manual de instrucciones de la lavadora o el prospecto explicativo de un fármaco. (...)
Sigue diciendo Enrique en "La operación de leer (2 de 3)":
Si hubiera que distinguir entre un lector pasivo y un lector activo, yo diría que el activo es aquel que expresa su opinión sobre lo leído, y esto lo puede hacer, bien como crítico o reseñista en un periódico, bien asentando un nota en su diario personal, o bien simplemente al comentar la lectura en una tertulia entre amigos. El pasivo sería, claro está, aquel que lee y calla. Pero aun así, no diría yo que fuese pasivo, sino sencillamente silencioso. Porque, ¿quién sabe lo que ocurre en el alma (en la mente, en el corazón…, dígase, si se quiere, en las entrañas) de alguien que
lee Guerra y paz, Madame Bovary o la poesía de San Juan de la Cruz? ¿Qué metamorfosis secretas se obran? ¿Qué impresiones se graban? ¿Qué mundos se abren? Desde Aristóteles sabemos que el efecto de la literatura es la catarsis, pero lo qué no sabemos es medir ni calibrar ni graduar la catarsis. Cada persona es un mundo. (...)
Termina hoy Enrique en "La operación de leer (3 de 3)":
Y es que la operación de leer exige siempre que el lector salga de sí
mismo, que se aleje de sus certezas dogmáticas, de sus apriorismos y
estrecheces y, abierto y humilde, se abra a la obra como la obra, libro
abierto, se abre para él. No renuncia el lector, no debe renunciar, a
sus convicciones o a sus gustos. Lo que debe es ponerlos en suspenso,
es decir, escuchar silenciosamente, y con atención, lo que el libro le
dice. Luego le tocará su turno para asentir o disentir, y en todo o en
parte.
Pero, de todos los tipos de lectura que puedan
describirse, no es la del crítico la que más me interesa, sino la del
lector silencioso y anónimo. Ése que ha ido leyendo libros desde su
infancia y adolescencia, a través de sus años maduros, y que se ha
dejado herir por su belleza, contagiarse por su sabiduría o… inflarse
con sus vanidades, locuras y disparates. (...)
[Actualización, poco después]: Aunque no es de hoy, al fin he dado con el texto que buscaba, sobre el mismo asunto, de mi amigo José Julio Perlado. Trata precisamente de "Aprender a escribir" (ref. también aquí, en Mi Siglo):
Es indudable que se aprende a escribir leyendo a los grandes escritores. Ellos se han adelantado antes que nosotros a ver la vida y a contarla y, cada uno desde su siglo – es decir, con sus maneras y enfoques propios, con su estilo – ha procurado entregar su visión de la vida a los demás.
Hay que desconfiar un poco de aquel escritor que no lea a los antiguos y a los maestros, aun cuando el tiempo haya desbrozado modos y modas de aquellos autores y ya no se escriba como ellos hicieron sino, por ejemplo, como a veces hoy ocurre, con el pulso sintético y cinematográfico inyectado bajo la piel de una prosa vibrante. (...)
Quizá alguien se pregunte si -además de traer a colación los dichos inteligentes de estos amigos escritores y profesores de literatura que hoy, casual o providencialmente, escriben sobre la lectura- esto tiene además alguna otra razón.
La hay: el caso es que -aquí se cuenta casi todo- anteayer me pidieron opinión acerca del fomentar y ayudar a desarrollar eso que suele llamarse "escribir bien". Es decir, estaba en juego la "buena escritura", también la "creativa" y -no hace falta decirlo- acerca de los cursos académicos al respecto. Razoné por lo breve, hablando en pro de la necesidad de no separar la escritura de la lectura: es muy difícil "escribir bien" si no se sabe "leer bien". Sea lo que fuere -en ambos casos, en los que no entro aquí- el adjetivo "bien" aplicado al escribir y leer, desde el uso de la gramática hasta el dar con y mencionar el sentido de la poesía de San Juan de la Cruz, por ejemplo.
Y ésto no es sólo asunto técnico ni teórico, más bien un "oficio" que supone "beneficios" de toda índole para quienes saben y gustan participar, activa y pasivamente, en la escritura y en la lectura.
Seguí razonando aquella opinión de difícil respuesta, hoy mismo. Y no sólo con lo leído de Enrique, [de José Julio] y de Javier, sino con lo visto en en las páginas de Cultura del Corriere della Sera (Fabbriche di illusioni. L’America processa le scuole di scrittura) a propósito de los cursos estadounidenses de "Escritura Creativa".
Ahí se recogen algunas vicisitudes críticas y menos críticas -siguiendo más o menos la huella del libro de Mark McGurl, The program era. Postwar Fiction and the Rise of Creative Writing. Y también el reciente y largo ensayo de Louis Menand en The New Yorker, "Show or Tell. Should creative writing be taught?" Ahí se pueden encontrar casi todas las ideas al respecto, y sus contrarias.
Hoy hay en USA 153 Masters universitarios en escritura creativa, cuando hace 30 años había 15. Si alguien piensa que de poco sirven, quizá le convenga pensar en las escuelas de bellas artes y los pintores o escultores, o los conservatorios y los músicos. Tienen razón los franceses, porque -además de contar con la expresión "Beaux Arts"- han cuidado bien el sentido de la expresión "Belles Lettres". Cosa de la que hay notable y sorprendente carencia en inglés y castellano, para empezar.
Quizá es que aún seguimos -en estos tiempos de paro laboral- con la idea del genio romántico a cuestas. Y olvidamos aquello de Thomas A. Edison (u otro): "el genio es uno por ciento de inspiración y un noventa y nueve por ciento transpiración". Para escribir bien, sobre todo, hay que saber transpirar. A ser posible, con humildad.