Senatum cum populo romano Cicerón, Filípicas, XI, 2 Es arriesgado mencionar en nuestros días, sin
añadir ribetes escépticos, la necesidad de una genuina conspiración
social. Esta palabra se ha convertido hoy en arma arrojadiza,
utilizada en pretenciosas escaramuzas políticas de bajos vuelos. También se ha convertido en lugar común popular, en el
que coinciden libros, películas y webs de Internet,
igualmente pretenciosos, incluso en las cómplices ironías
de algunos que dicen explicar hechos misteriosos, buscar lógicas
esotéricas para las fantasías de expedientes x, o
simplemente acoger la curiosidad de algunas paranoias más o
menos benignas asociadas al fin de siglo. Quizá solo sea que el cómodo pragmatismo de
nuestros días prefiere razonar a bulto, sin excesivo respeto por
los detalles, en los que todo se juega, confundiendo una
'conspiración' con una 'conjura'. De todos modos, no parece que
la confusión responda a ninguna "Conjura de los necios" (Confederacy
of Dunces), al estilo de la inteligente obra póstuma que
valió el Pulitzer a John Kennedy Toole, gracias a la tozudez de
su madre y al apoyo de Walker Percy. De todos modos, hay razones que
aconsejan recuperar en nuestros días (no exentos, por cierto, de
necias y egoístas conjuras jacobinas), el sentido radicalmente
solidario que tuvo la conspiración, al menos en su origen
romano: el de buscar el bien común entre muchos, cuantos
más, mejor.Y, desde luego, sin necias pretensiones totalitarias. La conspiración es planteada en estas páginas
como alternativa a algunas (y quiero pensar que bienintencionadas)
conjuras de unos pocos, no necesariamente necios, sino más o
menos inteligentes y poderosos, durante más o menos tiempo, y
siempre -eso sí- en predominante beneficio propio. Hay
también un nimio motivo personal en pro de la
conspiración social como atributo idóneo para la
comunicación pública, nacido en un momento y lugar
concretos. Hace diez años, del 29 de noviembre al uno de diciembre
de 1987, asistía en Milán a un Simposio internacional
sobre los medios de comunicación, invitado por una
fundación alemana. Allí, en un almuerzo más o
menos informal, tuve ocasión de mantener una conversación
con un político, en la que nació la preocupación
que desemboca en este libro. El político en cuestión
estaba por entonces dedicado a trabajar en el gabinete del director de
un canal televisivo centroeuropeo. Resultó aplastante la
sencillez y convicción con que me dijo que, desde su punto de
vista, en el negocio de la televisión, los informativos sirven
tácticamente para ganar las próximas elecciones, y los
dramáticos tienen un valor estratégico para cambiar la
sociedad, adecuándola a los principios de la ideología de
su partido. Desde luego que podemos aceptar con mayor o menor
resignación vivir en la órbita de estas nuevas y ligeras
versiones de viejos despotismos ilustrados, que pretenden dar todo al
pueblo pero sin el pueblo. Pienso que en estos tiempos de masivas
sinergias corporativas, y a los efectos de posibles y efectivas
conjuras comunicativas tardoilustradas, todos tenemos experiencia de
que casi da lo mismo que se trate de un político y un canal
público de televisión, que de un empresario y un medio de
comunicación privado. Por eso parece que no está de
más reconsiderar -antes de rendirnos ante lo que se presenta
como inevitable- la oportunidad de conspirar un poco en la
sociedad, al estilo clásico. Entre otras cosas, porque hacerlo
puede ayudar a distinguir mejor entre lo que en la sociedad se pide
y lo que en ella se necesita de los medios de
comunicación. El Thesaurus Linguae Latinae es fuente de autoridad
segura para advertir que la acepción secundaria de conspirar es
neutra, utilizada para decir sencillamente que "sopla el viento". Es en
todo caso una acepción que viene detrás del sentido
positivo primario de "conspiratio", utilizado tanto por Tácito
como por Cicerón. El sentido positivo primario de conspiración
implica "respirar juntos": aunar, tener, compartir un mismo aliento.
Es algo muy parecido a lo que hacen los jugadores de baloncesto,
juntándose de cabeza en un círculo íntimo, y
exhalando juntos un gesto y sonido característicos, antes de
lanzarse al juego en la cancha. Han conspirado. Algo que en el
fútbol americano se llama "huddle", o hacer un "timbac" o un
"jol", y que no es otra cosa que el apiñarse de un equipo,
previo al vivir y actuar a una. Conspiratio significa lo mismo que coniunctio o que
societas: reunión, consenso, concordia. Coincide su sentido
básico con el de otras palabras tales que: consonare
(cantar al mismo tiempo), consentire (pensar del mismo modo), concordare
(estar de un mismo corazón), congruere
(relacionarse consecuentemente), o convenire (reunirse con
otros)... Cicerón fue un genuino republicano que tuvo que vivir
tiempos difíciles en Roma. Entre el poder absoluto de Cesar y el
de Augusto, allá por el 33 a.C., trataba de hacer desaparecer de
Roma a Marco Antonio, antes de que instaurara su propio poder absoluto.
Ya le había advertido a éste que "senatum cum populo
romano conspirasse...": como fuera que el senado romano había
estado completamente de acuerdo con el pueblo romano, mejor
era no reinstaurar el poder absoluto... Cicerón utiliza el sentido llano y ordinario del
término "conspiración": advierte a Marco Antonio que hay
un acuerdo público entre pueblo y senado, en un asunto
público y en concreto del máximo interés
constitucional para ambas asambleas y, por ende, para todos los
ciudadanos romanos. Cicerón advierte que es el mismo aliento
el que se respira en el senado y en el pueblo: no hay ningún
poder que no esté de acuerdo en evitar el poder absoluto...
Esto se supone que era conspirar. De todos modos, es algo que no le
sentó bien a Cicerón, pues murió "legalmente"
asesinado a manos del legionario Popilio Lenas por una conjura
organizada por el mismo Antonio, junto con Octavio y Lépido, el
año 43 a.C. Dicho sin mayores precisiones, resulta que el sentido
tradicional positivo de la conspiración y el sentido
negativo de la conjura, bien puede deberse a que una conjura
resulta ser -también- una conspiración que acaba mal. Ya
sabemos que los vicios privados no generan el bien común y que
casualmente son los vencedores quienes califican a los vencidos. Algo semejante es lo que trato de exponer en estas
páginas. Hoy los medios de comunicación son un factor
progresivamente activoen el terreno de juego social. Y, a pesar de todo
lo que se ha dicho sobre el cuarto poder, la agenda setting y
otras tantas explicaciones de alcance más o menos
táctico, los medios de comunicación son un factor sin
explícito cometido estratégico y sobre todo sin genuina razón
de ser en el seno de la compleja sociedad y cultura en que vivimos. Los medios de comunicación ya han sido parte de excesivo
número de conjuras políticas y económicas como
para plantearse seriamente la conveniencia de conspirar: entre otras
cosas, porque conspirar supone plantear una especie de juego social de
suma positiva, en el que todos los que participan salen ganando. Entiendo que los medios de comunicación han de
conspirar, con sus saberes, junto a la sociedad civil y sus poderes,
básicamente políticos,, en clave ciceroniana. Entiendo
que los medios de comunicación tienen su razón de ser y
su autonomía profesional en ámbitos primarios cercanos a
los saberes vitales y prudenciales, más que junto a los poderes
políticos y económicos, si quieren ser genuinos factores
dinamizadores, racionalmente benéficos para el conjunto de la
sociedad. Tiene razón Neil Postman cuando postula que, si bien
hemos logrado obviar un mundo dominado por el fascismo temido por
Orwell, estamos sin embargo inmersos en el peligro real de deslizarnos
hacia un mundo, entrevisto por Aldous Huxley, en el que predomina el
olvido y la irrelevancia. Orwell temía a quienes podían prohibir los
libros, privarnos de información y alejarnos de la verdad,
secuestrando nuestra cultura. Huxley, sin embargo, temía que no
hubiera razón para prohibir los libros, porque nadie quisiera ya
leerlos; temía que tuviéramos tanta aparente libertad,
que nos convirtiéramos en seres pasivos y egoístas;
temía que la verdad se ahogara en un mar de asuntos
irrelevantes; temía que nos convirtiéramos en una cultura
trivial. Algo semejante dice Nicolás Grimaldi cuando habla en
L'ardent sanglot de las relaciones entre el mal y el arte: cuando
cualquier cosa puede aspirar a la dignidad de ser una obra de arte,
cuando cualquier cosa es al tiempo tan interesante como insignificante,
cuando nada es ni bello ni feo, ni emocionante ni ridículo, es
que el mal ha triunfado por doquier. El mal no es tan presuntuoso como
para pretender ser amado, estimado o apreciado: le basta con
persuadirnos de que no hemos de juzgar. Y hemos de juzgar precisamente acerca del mal, como lo
advierte, por ejemplo, Norbert Bilbeny, al hablar del idiota moral,
tras la huella de Hannah Arendt. Hay que refrescar ante nuestra cultura
los riesgos de lo trivial, el peligro de engolfarse en banalidades,
porque la idiocia moral hace que el mal predominante, a veces
inconscientemente promovido, sea hoy el mal banal (como fue el
mal hecho por Eichmann o Stalin). Un mal que es tan brutal como el mal
pasional y tan monstruoso como el mal satánico (Calígula,
Nerón o Charles Manson) o el mal mesiánico
(Goebbels, McCarty o Ramón Mercader), pero que a diferencia de
estos tres, es el más siniestro por ser menos perverso,
precisamente por ser el único en que no exige
deliberación por parte de quien lo lleva a término... Un paso en tal aventura inconformista (puede decirse con
Jankélevitch: aventurosa por aportar, y no aventurera
por abandonarse al mundo), es el que pretende dar este libro. Sus
cuatro capítulos plantean la cooperación efectiva de los
profesionales de la comunicación con los restantes grupos
sociales implicados en la plural y compleja realidad de los
fenómenos de comunicación pública. En estas páginas se habla, con escasos eufemismos
academicistas, y quizá por eso con levedad, de solidaridad en la
comunicación, de los medios como "terceros lugares"
comunitarios, acogedores según criterios de decencia y dignidad
humana (Cp. I). Se habla de diálogo veritativo,
argumentación retórica y convicción acorde con la
libertad de las conciencias (Cp. II). Se habla de amistad, de
intención social de influir y de política apolítica
(Cp. III). Se plantea, en fin, una corrección simbólica
de la acción política, de modo que las ideologías,
hoy flores de un día, no sean un exclusivo y último
sistema de referencia, definitivamente provisional (Cp. IV). Junto a lo dicho, queda implícito hacer pensar al
lector -en línea con Antonio Millán-Puelles y su
Interés por la verdad- que la condición humana implica y -a
fortiori- la de los profesionales de la comunicación, un
genuino interés teórico y práctico por la verdad:
por dar con ella y por comunicarla. También se corresponde este
paso implícito con plantear -al hilo del Trabajo directivo
en la empresa de Carlos Llano- que la acción comunicativa no
es exclusivo trabajo "objetivo" u operativo (poiesis), sino que
implica en su misma raíz un necesario rasgo "subjetivo" o
directivo (praxis). Dicho en román paladino: no es propio de la dignidad
profesional de las tareas de comunicación que éstas sean
lugar habitual para "curritos", meros ejecutores de reglas y
órdenes técnicas (materiales e intelectuales), o de
consignas ideológicas, enajenados por sistema -so capa de
eficacia organizativa- de cualquier conexión inmediata con el
trabajo directivo. Todo profesional de la comunicación tiene
entre manos tareas que, al no seguir reglas fijas, tener la
pretensión de acertar, y ser de resultado incierto, le
involucran como persona: y eso es propio del trabajo directivo. Considerar las profesiones comunicativas implica de entrada
saber que atañen a decisiones de sujetos libres en
cuestiones antropológicas teóricas y prácticas,
antes que a un tecnosistema organizativo de objetos y medios:
quizá hay que levantar del banquillo y volver a introducir en el
terreno de juego la cláusula de conciencia. Quizá, al ver
la pretensión de protagonismo de las "nuevas
tecnologías", ha llegado el momento de dejar de mirar
supersticiosamente a la comunicación, y de comenzar a
escudriñar sin remilgos las dimensiones morales de su
condición de pertenencia al ámbito de la razón
práctica. Es decir, de la razón ética y
política, pero también -sin solución de
continuidad- razón poética, retórica y
estética. Decía Aristóteles que lo que distingue a un
verdadero político de aquel que no lo es, es que el primero
busca la vida buena de los ciudadanos y el segundo su propio
interés (Política, 1279a 16-20). Esa es, de
entrada, la distancia que media entre el conspirador y el conjurado,
desde los horizontes prácticos de la comunicación. Algunos de los textos recogidos en estas páginas han
sido parcialmente expuestos de antemano a la benevolencia de diversos
públicos, y también a la pertinente crítica de
algunos colegas, en seminarios a puerta cerrada. El primer
capítulo es fruto de una reelaboración concienzuda de la
ponencia "Solidaridad en la acción comunicativa", presentada en
las V Jornadas Internacionales de Comunicación, en la
Universidad Austral de Buenos Aires, el 15 de noviembre de 1996. El
segundo responde en su origen a otra ponencia, "Modos informativos,
modos argumentativos", leída en 1988 en Pamplona, en las III
Jornadas Internacionales de Ciencias de la Información. El
tercero sintetiza un texto de 1991, publicado en La
información como relato, con el título "Discurso
periodístico y sociedad: un relato posible". El cuarto es una
breve sección de la ponencia "Symbolical and Political
Correctness", presentada siendo Secretario del Simposio Internacional
"Comunicación de masas en el tercer milenio: de la
revolución tecnológica a la revolución social",
celebrado en El Escorial, del 26 al 29 de junio de 1992, con
ocasión de asumir Madrid la capitalidad cultural de Europa. Por paradójico que sea, este libro, centrado en
asuntos periodísticos, ha podido ver la luz gracias a que gentes
tan estupendas como Richard Walter, Bob Rosen y Paula Stephens, me
acogieran unos meses con cordial amistad como Visiting Scholar
en la Theatre, Film and Television School (TFT) de la Universidad de
California en Los Angeles, y no me pidieran cuentas de las horas
pasadas en la University Research Library (URL), dedicado a estos
menesteres. Una vez saldada esta deuda con mis alumnos, queda expedito
el camino para trabajar de lleno en los asuntos que motivaron la
estancia en UCLA: asuntos académicos acerca de la escritura de
guiones cinematográficos. Conste un agradecimiento especial a Concepción Alonso
del Real, José Antonio Vidal-Quadras y a Pedro Antonio Urbina,
por sus amistosas y eruditas observaciones. Conste el recuerdo de
Fernando Delapuente, autor del magnífico cuadro que ilustra la
cubierta y el título de este libro: siempre se ha conspirado en
el parisino "Café Aux Deux Magots", y en su terraza sobre la
acera del Boulevard Saint Germain. Espero que nadie se dé por
aludido al caer en la cuenta de que magot es en francés
el nombre que se da a los macacos que utilizan algunos farsantes y
titiriteros en sus negocios de ferias... Con Fernando Delapuente tuve
el honor de preparar, hace bastantes años, en su estudio
madrileño, algunos lienzos: trabajando con burdos bastidores de
madera, tela de saco y cola de conejo, siempre tuve la certeza de
conspirar junto a la divertida esperanza del artista. Cuando un arte está en juego, pronto se aprende que no
cabe la estricta colaboración: si uno es afortunado, se
encuentra conspirando con artistas genuinos. Ya sea ayudando a hacer,
ya sea apreciando lo hecho. Incluso años o siglos
después.Los asuntos de la comunicación pública son
con propiedad asuntos artísticos, todo lo menores que se quieran
ver ahora, pero nunca se trata de artes serviles. Por eso
también son asuntos estrictos de conspiración, de
capacidad de dar de sí y de compartir en sociedad el aliento del
suplemento de ser que el saber de estas profesiones aportan a nuestro
mundo. Un aliento que viene con la humilde verdad, bondad y belleza del
arte de los genuinos profesionales de la comunicación. Si tales cosas no se logran, entonces tendremos que hablar,
con más pena que gloria, de conjuras en los medios de
comunicación. Todos sabemos que haberlas, haylas. Cuando nos
falta magnanimidad y coraje para trabajar en beneficio del bien
común, es relativamente fácil justificar el acomodo en la
órbita de los cálculos cicateros y hacer que resulten
razonables -e incluso elegantes- las trapisondas egoístamente
interesadas. Los Angeles, 30 de agosto, 1997
MEDIOS DE CONSPIRACION SOCIAL
Ediciones Eunsa, Pamplona, 1997, 2006
por
Juan José García-Noblejas
conspirasse...
Estas páginas pretenden ayudar a pensar algunas razones que
permitan -en su limitado alcance- impedir que Huxley, Grimaldi o
Bilbeny y Arendt tengan razón. El libre mercado y la solidaridad
aun pueden ser ingredientes de un nuevo contrato social, como en
algún momento solicitó Gilles Lipovetski. Los medios de
comunicación, y desde luego los profesionales del periodismo, el
entretenimiento, la publicidad y las relaciones públicas que en
ellos trabajamos, somos los protagonistas -guste o no- de esta
necesaria aventura inconformista contra la ignorancia. Una aventura que
-dicho sea al estilo de Josemaría Escrivá- supone ahogar
ese mal en abundancia de bien cognoscitivo y, a ser posible, de genuina
sabiduría.
Comentarios
Puedes seguir esta conversación suscribiéndote a la fuente de comentarios de esta entrada.