Hace unos días, Andrés Ollero habló en el foro organizado por el CEU de Madrid (La política, al servicio del bien común) acerca del relativismo ético.
Hoy doy con el texto llano y claro de su participación, y entiendo que puede resultar de interés para los lectores de Scriptor al menos para los que me consta que están atentos a las variantes que el relativismo toma en los contextos de la comunicación pública.
Andrés Ollero es catedrático de Bioética y Bioderecho en la
Universidad Rey Juan Carlos. Así plantea y razona el funcionamiento del rostro utilitarista del relativismo:
A
nadie sorprendería que, planteado el problema de cuál sea el fundamento
de los llamados derechos fundamentales, el relativismo ético apareciera
como el principal obstáculo. Si nada es verdad ni mentira, si cada uno
tiene su idea de la justicia y todo el mundo es bueno, empeñarse en
calificar como fundamental un derecho es un modo de perder el tiempo
como otro cualquiera.
Responder que habría que considerar fundamentales
a los derechos humanos replantearía desde otro ángulo idéntica
cuestión: qué es eso de la naturaleza humana, desde qué semana y hasta
qué año somos humanos y, sobre todo, una cosa es predicar los derechos
humanos (a lo que todo el mundo se apuntará...) y otra dar trigo.
Como
no sería bueno que mi función introductoria se desarrollara por los
trillados cauces de lo previsible, comenzaré a poner en cuestión que la
principal amenaza para los derechos humanos derive del relativismo que
nos invade; y no por no considerar irreal tal invasión.
Suscribo sin
mayores dudas que nos movemos "en un contexto social y cultural, que
con frecuencia relativiza la verdad, bien desentendiéndose de ella,
bien rechazándola" (Benedicto XVI Caritas in veritate, 2). Es
esto sin duda lo que lleva a convertir a la ley natural en una fórmula
indescifrable, descartándola como posible fundamento de esos derechos.
Es lógico pues que se identifique al relativismo como su decisivo
enemigo.
Mis dudas provienen del convencimiento de que
nuestra sociedad, lo sepa o no, no es en absoluto relativista; ni lo
son tampoco las figuras más comerciales de la reflexión ética en
España. Todos ellos y ellas han coincidido en excluirse de tan
estrafalario club. Habría que reservar semejante audacia a algunos
libertarios anarcoides, como Rorty (al que ya tuve ocasión de aludir
con más detenimiento en Congreso anterior). Vayamos a ejemplos
concretos.
Toda España ha estado durante estos días en
vilo ante la trágica situación de unos pescadores, compatriotas
nuestros con bandera o sin ella, secuestrados por unos piratas
notoriamente relativistas. Los efectos del relativismo se han hecho sin
duda notar entre nosotros. Cuando se suscribe alegremente que la ley es
la ley, y que no tiene nada que ver con lo que sobre la justicia pueda
pensar cada cual, pues por visto eso sería ética privada, el resultado
es previsible: la que públicamente se desprestigia no es la justicia
sino la ley.
A nadie se le ha ocurrido poner públicamente en duda que
liberar a un secuestrado sea exigencia elemental de justicia y ningún
defensor gubernamental de que la ley es la ley, contra toda posible
objeción de conciencia, ha salido en defensa de unos abnegados jueces
empeñados, ante los asombrados ciudadanos, en que no cabe soltar
piratas porque lo dice no se sabe qué librito que ellos llaman ley.
Obviamente se da por hecho que los piratas por uno u otro sistema
acabarán en libertad.
Dejando al margen este pequeño
detalle, nadie ha cometido tampoco el error de pretender que la mancha
de relativismo con relativismo se quita. El argumento más contundente
ha sido: "Dos delincuentes no pueden perjudicar a treinta y seis
inocentes"; más claro agua. Las cifras no son irrelevantes. Si se
hubiera tratado de treinta y seis delincuentes y sólo dos inocentes,
alguien se estaría pasando varios pueblos; de relativismo nada...
Al
relativismo se lo invoca para socavar la ética objetiva de la ley
natural, heredada de nuestra cultura cristiana; pero el resultado no es
un vacío relativista, sino algo aún más grave: la asimilación
inconsciente de otra ética no sólo objetiva sino incluso empírica.
Bentham descubrió esa ética verdadera, fruto del cálculo de
expectativas de placer y dolor, que ha llegado a presentarse con
acierto como una aritmética en imperativo. Es la que nos
ilustra, por ejemplo, sobre cuántos seres humanos embrionarios podemos
sacrificar para poder participar en el sorteo de la curación del
Alzheimer.
De relativismo nada; en nuestra sociedad hay una ética
objetiva que, en términos informáticos, acaba imponiéndose por defecto:
el utilitarismo. Algunos la califican engoladamente de ética pública,
pero no es sino la mera expresión de las únicas leyes hoy fuera de
discusión: las del mercado.
Los medios de comunicación,
más de una vez inconscientemente, nos adoctrinan en ella a diario. El
bebé medicamento es recibido como el no va más del altruismo. El
problema no es en este caso que sean menos los piratas que los
inocentes; es que ahora ni se habla de cuántos hayan sido los inocentes
embriones sacrificados, porque cualquier cantidad se consideraría
utilitariamente despreciable.
El bueno de Habermas, al que
la falta de fe no le impide negarse a renunciar a la razón con el mismo
denuedo que Benedicto XVI, se enfada no poco ante a una escéptica
opinión pública, que considera que la dinámica imparable de ciencia,
técnica y economía genera unos hechos consumados que no cabe someter a
control ético; de ahí que, preocupado por El futuro de la naturaleza humana,
lamente las poco entusiastas posturas disidentes ante el avance de las
investigaciones que el mercado de capitales haya tenido a bien
financiar.
Queda sólo por descifrar lo del dopaje. No es
difícil en un país de héroes del ciclismo. El dopaje ha empujado a la
ciencia a estudiar no sólo sustancias capaces de permitir subir una
pared, sino también otras destinadas a enmascararlas en cualquier
posible control. De ahí que se considere producido un positivo
también cuando aparecen restos de este intento de camuflaje.
Lo mismo
ocurre con el relativismo. Es en efecto pieza decisiva del actual
dopaje ético de nuestra sociedad; pero sólo como vía insuperable para
facilitar la callada e inconsciente generalización del utilitarismo. No
sé si escandalizo a alguien, pero me encantaría verme rodeado de más
relativistas; vivir sometido a la ética por la cuenta de la vieja de
los utilitaristas me da un asco invencible; qué quieren que les diga...